“No se puede encontrar la paz evitando la vida”.
Virginia Woolf
Cualquier dolor emocional que vivimos nos indica una profunda necesidad de transformación. Cuando lo que duele es el alma, la invitación es a desplegar los propios recursos para cuidarla. La mejor salida es hacer un alto para observarnos, sabiendo que el mensaje está encriptado en el sufrimiento. Hace unos días, tuve la oportunidad de acompañar a un amigo a mirar una vieja herida.
Soy una estudiosa de las sabidurías ancestrales y estoy totalmente convencida de que todos somos Uno en el Amor que nos creó. Para los pueblos originarios todo está relacionado. Los individuos, la comunidad, las plantas, los animales, las piedras, los vientos, los espíritus y los ancestros están unidos. Nada existe sin relación con todo.
El doctor en lingüística antropológica de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) Fidencio Briceño Chel, dice en un fascinante artículo que desde la infancia el maya aprende a llevarse bien con todo lo que le rodea, pues es a través de su relación con los otros que construye su persona, respeto, prestigio, familia, comunidad, y mundo.
El saludo maya In lak’ech que significa “yo no existo sin ti”, y que se responde con la frase Hala ken que quiere decir “yo soy otro tú, y tú eres otro yo”, fue introducido al público en los años setenta por el antropólogo mexicano Domingo Martínez Paredes. Lentamente, se fue transmitiendo entre varios apasionados de la cosmovisiones milenarias.
Aunque lo uso desde hace algunos años, no fue hasta que empecé a enseñar UCDM (Un Curso de Milagros) que me aproximé a su insondable sentido. Por esta razón, aunque recibí a mi amigo en un día no laborable, disfruté enormemente el regalo de explorar juntos el dolor de una vieja herida, aparentemente curada.
Los años de psicoterapia me han demostrado que no es el tiempo el que cura las heridas, sino la consciencia, la luz y el amor. Cuando no lo hacemos así, vamos perdiendo partes del alma, quedándonos sin significado para lo que nos ocurre.
La palabra alma viene del latín “anĭma”, voz patrimonial del latín anima que significa “aire” o “aliento” y de la raíz indoeuropea “and” que significa “respirar”. Se utiliza para nombrar sentimiento, espíritu, inteligencia, interior, memoria, sensibilidad, comprensión, voluntad, entendimiento, corazón, imaginación, ánima, conciencia, sustancia, esencia, entrañas y psique.
El significado fundamental que le damos al alma es: elemento inmaterial de los seres humanos y principio de su vida. Sin embargo, también utilizamos la palabra alma para referirnos al principio que da forma y organiza el dinamismo vegetativo, sensitivo e intelectual de la existencia.
En febrero del 2017, tuve una vivencia que me causó una gran conmoción. Luego de pasar muchos años disfrutando de la serenidad y la paz, un incidente detonó la salida intempestiva de viejos dolores, que creía curados. Aunque hacía afuera el evento parecía dramático, muy rápidamente descubrí que era una de las experiencias más trascendentes que he tenido.
A través de este suceso, pude mirar el dolor recóndito de mi niña interior, sin victimizarla y sin culparme por no haberla cuidado, rescatar las partes perdidas de mi alma rota y sentirme entera nuevamente.
Aunque la religión nos dice que el verdadero gozo está en el mundo venidero, lo cierto es que la llave de acceso la tenemos sólo aquí, en el mundo terrenal. Necesitamos tener el valor para observar nuestra propia vida, con todo lo que esto implica.
Es en la vida cotidiana donde se esconde la oportunidad para alcanzar la trascendencia. Años atrás, cuando inicié mi búsqueda espiritual estaba convencida de que si lograba hacer yoga tendría paz. En el imaginario colectivo la idea del cuidado del alma está más cercana a oriente que a occidente.
¿Te has despertado en medio de la noche preguntándote si realmente estás cumpliendo con tu propósito? A mi me ha ocurrido muchas veces.
El filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital dijo: “A menudo no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”. La voz que nos lleva a ir más allá de lo que nos ofrece la materia proviene del Yo Trascendental o Yo Superior, la parte nuestra que cuida, sostiene y sana el alma lastimada, herida o rota.
Muchas personas se atormentan a sí mismas por las decisiones que han tomado, las palabras que han hablado y el camino que han elegido. El Yo Superior nos invita a perdonarnos por usar el dolor para despertar, santificar nuestras relaciones y de nuevo elegir amar. El Yo Trascendental quiere algo más que una habitación confortable para descansar. Él no se siente atraído por lo mundano (si así fuera, podríamos dormir plácidamente).
Esta parte de nosotros se alimenta de la confianza, esperanza, armonía, comprensión, amor, alegría, serenidad, paz y luz que encontramos en las experiencias trascendentes, como son el arte, el silencio, la naturaleza, la oración, la meditación y las sanas relaciones amorosas.
Cada vez que nuestros pensamientos/sentimientos están en contradicción con la realidad que estamos viviendo, generamos una dolorosa herida que hace que partes del alma nos deje. Las aflicciones principales son: traición, humillación, abandono, injusticia y rechazo. Cuando alguien sufre alguna herida se activa un sistema de alarma que acelera e intensifica las emociones de temor, rabia, impotencia, tristeza, angustia, ansiedad, frustración, confusión y orgullo.
Así como al mirar la cicatriz de una herida sufrida en el cuerpo solemos recordar cómo nos hicimos daño, con quien estábamos, qué sentimos, etc. De igual modo, cuando algo que nos ocurre nos lleva a mirar una herida que nos impacta el alma tenemos la posibilidad de repasar el suceso, las personas involucradas y las emociones asociadas, a fin de retornar al propio amor y sanar de verdad.
El novelista y dramaturgo brasileño Paulo Coelho dice que no debemos permitir que nuestras heridas nos transformen en alguien que no somos. Como el proceso es doloroso, el ego suele convencernos de tomar el camino más fácil: jugar a la herida curada. De este modo, volvemos a esconder lo que nos hace sufrir y pretendemos no mirar el pesar que nos causa. Solemos proyectar el agravio en los otros, como si fueran los demás quienes nos causaran el daño.
No voy a entrar a explicar las razones por las que insistimos en vivir separando cuerpo-alma-espíritu, pero con frecuencia vemos la causa en viejos aprendizajes, condicionamientos, informaciones transgeneracionales, lealtades invisibles y amores ciegos.
El dolor que padecemos es la evidencia de las dificultades que tenemos para hacernos cargo de las propias necesidades, transitar afablemente por nuestras emociones, desplegar las energías para auto-sanarnos y cuidarnos el alma. Una persona adulta es capaz de contener lo que le sucede y es responsable de buscar la solución, pero, ¡los niños no!
Debo reconocer que atender las heridas del alma requiere cierta madurez. Como el alma es inmaterial, es necesario usar términos abstractos para entenderla. Los filósofos afines al pensamiento Aristotélico han buscado explicar el alma como un doble principio en el interior de cada ser viviente. Para ellos, el alma es el principio de vida y energía dentro de nosotros, y también es el principio de integración.
El alma es el elemento que mantiene al organismo integrado, pero en el momento de la muerte deja al cuerpo para convertirlo en un mero organismo. Junto al alma se va también toda vida e integración. El cuerpo queda sin energía y ya no puede estar aglutinado. Los 8 gramos que salen de la materia hace que las diferentes sustancias químicas empiecen a separarse, para retornar al origen de donde surgieron.
En esencia, el alma es dos cosas: 1. el fuego interior que nos da vida, energía y expansión, y 2. el aglutinador que nos mantiene juntos. La naturaleza doble del alma nos lleva a dos caminos para perderla y también para cuidarla: o bien se pierde el alma cuando nos desconectamos de la vitalidad, energía, esperanza y bondad de la vida (nos amargamos, nos hacemos rígidos, estériles y cínicos), o a la inversa, estamos llenos de vida y energía pero sin dirección ni propósito (vamos al desastre, la disipación y la falta de sentido).
En la primera situación, el alma necesita más fuego que reavive la vida en nosotros. En la segunda, el alma ya tiene demasiado fuego y necesita cierto enfriamiento que le permita aglutinar o materializar. Estas cosas eran conocidas por los antiguos alquimistas. Ellos tenían consciencia de las ventajas de conocer el arte de la coagulación y la dilución para cuidar el alma.
El médico psiquiatra y analista junguiano Gonzalo Himiob, dice que la peor forma de la maldad es la carencia de imaginación. Para él, la fantasía y la creatividad son la esencia y el alimento del alma. “Un mundo sin imaginación es un mundo sin alma”, dice el dr. Himiob.
Hace doce años, hice un acto psicomágico por primera vez (una serie de acciones simbólicas que nos permite salir de la trampa genealógica, que nos lleva a repetir de modo inconsciente los enredos familiares). Leyendo los libros de Alejandro Jodorowsky, me percaté como el árbol genealógico es un sistema de imitaciones y repetición.
Gracias a la experiencia con la psicogenealogía, cada vez que alguien se estanca o avanza en una dirección distinta a su deseo, sospecho de una trampa genealógica de su árbol. Alejandro dice que en caso de que no nos liberemos mediante el acto psicomágico, estamos condenados a repetir los errores de nuestros ancestros.
Sanamos las heridas del alma en el momento que eliminamos la repetición, la comprendemos, o la repetimos en una forma positiva y creativa. De el mismo modo, cuando el alquimista se encierra en su laboratorio, enciende su “hornillo de atanor,” se inclina sobre su obra y vuelca toda su imaginación para reconstruir su alma. Se trata de que cada persona pueda identificar y procesar sus experiencias.
En Mateo 16:26 Jesús dice: ¿De qué te sirve ganar el mundo entero si sufres la pérdida de tu propia alma?Cuidar el alma es una labor artesanal y artística, pausada, delicada, gradual y compasiva, que nos conduce a tratarnos a nosotros mismos -y a los demás- de una manera benevolente y amorosa.