Jugar, pero bajo estricto control

Jugar, pero bajo estricto control

No habría forma de amurallar al ser humano con drasticidad contra las seducciones de echarse a la suerte. Se diría que es una tendencia que está impresa en buena parte del universo de los genes. Esta realidad no sería suficiente para querer dejar a la gente con demasiadas opciones para apostar. Y mucho menos para permitir que un andamiaje de leyes y tratamientos del Estado, con el básico empeño de recaudar, resulte un estímulo a juegos de toda laya.

El deber de las autoridades es reglamentar los juegos de azar y reducirlos a cauces, so pena de sanciones. Procurar que genere recursos para fines sociales en pago a sus posibles efectos en perjuicio de la sociedad, preservando a la infancia y a la juventud de la exposición al tráfico de oportunidades de jugar que les alejen del estudio o el trabajo.

La realidad muestra un camino equivocado en el país por parte del Estado frente a las apuestas. Su prioridad fiscal ha sido alimentarse en la mayor medida posible a costa de los jugadores y los negocios de esa índole, tolerándoles sin fronteras. Hasta el punto de que ya, de tanto autorizar loterías, casinos y bancas diversas de rifas y apuestas, las propios agentes de la actividad son lesionados por el exceso de ofertas. Es hora de decir ¡alto ahí! Aun respetando el derecho de los adultos a jugar, y de los “emprendedores” a sacarles beneficios, el Gobierno tiene que replantear reglas, depurar licencias y velar por la moderación.

EN VERDAD, LA GENTE VALE MÁS

El Gobierno debe cerrar ya el capítulo de encandilar a familias de zonas vulnerables con sumas de dinero para que acepten irse con su miseria a otra partes. A veces ni siquiera instalándolas bajo techos económicos, pero a considerable distancia de sus asentamientos originales se ha evitado en el pasado que con el tiempo volvieran a constituir cinturones de miseria.

Hasta ahora, los ensayos que podrían imponerse son el puesto en práctica en Boca de Cachón, Jimaní. y el que avanza promisorio para la comunidad de La Barquita que constituía una expresión muy dolorosa de la pobreza ribereña. Estos repartos no fuerzan al desarraigo total al ser levantados a poca distancia de los anteriores villorrios. Además fueron concebidos con sentido integral para preservar en gran medida la relación con el espacio en que existían esas familias y la forma de ganarse la vida. Son casos que humanizan el desalojo.

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