Julia de Burgos y el cadáver exquisito

Julia de Burgos y el cadáver exquisito

Era el verano de 1953. Julia Marín, al cruzar la calle 105 con Quinta Avenida de Harlem, miró al otro lado y vio el viejo hotel en que se encontró con Luis Llorens Torres unos días antes de este partir hacia Puerto Rico.

El Poeta Nacional había sido recibido a su llegada por la prensa latina con una nota en primera plana donde se hablaba de la enfermedad a la que fue a tratarse con especialista de esta ciudad. Julia recordó el poema que en su hotel le escribió don Luis en una servilleta. En aquel último encuentro rememoraron sus tertulias en San Juan, la publicación conjunta de sus poemas a sus ríos favoritos: el Jacaguas de Juana Díaz y el Río Grande de Loíza.

La poeta vio un dejo de tristeza en su rostro cuando el vate le habló de “Canción de la verdad sencilla”. Y, socarronamente, le refirió el poema “El rival de mi río”. Entonces don Luis le dijo: no han terminado los debates. En  mi oficina, en un cajón de mi escritorio, está la respuesta.

Al mirar hacia el otro lado, Julia Marín, vio pasar sigilosamente el auto negro del FBI que la estaba siguiendo. Sin fuerzas ya por la enfermedad que le abatía, se cerró más el vestido debajo del sobretodo, en un día un tanto frío para ser verano, cuando cayó al suelo.

Una ambulancia recogió su cuerpo, ese seis de julio, luego de que pasaran siete minutos de la llamada a urgencias del detective que la intentó auxiliar. Al llegar al hospital de Harlem confirmaron que estaba muerta. En su pertenencia no encontraron ninguna identificación.

Su cartera había sido robada por un deambulante. Pasados los días que dicta el reglamento sanitario de la ciudad de Nueva York, su cuerpo fue sacado de la morgue e inhumado en una fosa común con el nombre de John Doe. Julia Marín era Julia de Burgos o Julia de Rodríguez, nacida el 17 de febrero de 1914 en Carolina, Puerto Rico y bautizada Julia Constanza Burgos García. El apellido Marín correspondía a su esposo, un músico de la Isla de Vieques con el que viajó a Washington en busca de un empleo federal, que no logró obtener debido a su pasado comunista.

El cuerpo de Julia fue recuperado por los amigos y familiares que vivían en la urbe. Después de la guerra, se había formado un grupo de intelectuales puertorriqueños en Nueva York conformado por nacionalistas y socialistas que huían de la represión política; de la decepción y el naufragio de las ideas que conformaron la resistencia en los años treinta, cuando don Pedro Albizu Campos escaló la lucha por la descolonización de Puerto Rico. Periodistas, poetas, dramaturgos y visionarios integraban esa comunidad que, con nostalgia y ejemplo, había sacado un periódico dirigido por Juan Antonio Corretjer y en el que Julia de Burgos trabajó como directora de la sección cultural.

Entre los que fueron a rescatar su cuerpo en Hart Island un mes después y lo sacaron del anonimato estaba Isabelita (Isabel Cuchi Coll), una antigua amiga y compañera de letras de Julia. Ella había dedicado el poema al hijo no nacido. Pero las riñas ateneístas las alejaron y ahora el destino las encontraba de nuevo. Julia no estaba. La comunidad puertorriqueña en Nueva York estaba alarmada porque la famosa escritora puertorriqueña había muerto de una manera en que ellos no pudieron protegerla. Los periódicos lanzaron la noticia y se creó un comité para trasladar su cadáver a la Isla.

El periódico El Mundo, tan fascinado que estaba con las noticias del inicio de la Guerra fría entre demócratas y rojos, colocó un suelto en la sección social donde parecían los mismos anuncios de las señoritas quinceañeras. En páginas anteriores, publicaban los columnistas en su infatigable labor de explicar los males coloniales. Había muerto trágicamente en Nueva York Julia de Burgos.

En una iglesia neoyorquina instalaron la capilla ardiente del cadáver recuperado de una fosa común en agosto. Al lado del féretro los símbolos que marcarían el transcurrir de un mito comenzaban a hacer su debut. Un cuadro, posiblemente del pintor Soriano, aquel que Julia había descubierto y que sugería en carta al Ateneo la celebración de una exposición, que nunca se realizó.

En la foto se había tomado como modelo esa que aparece en la edición original de “La canción de la verdad sencilla” de 1939, en la que Julia está con la mano en el mentón. De esa última sesión de fotos que se tomó en Puerto Rico y de la cual se extrajo otra en la que está con el libro en la mano, publicada en la portada de la invitación al recital que dio a su llegada a la ciudad en 1940. En el diseño queda simbolizada la poesía con la lira y, en el fondo, la ciudad de piedra que aprisionó su espíritu y donde se resistió en horas de sufrimiento a regresar a su amada isla.

  En torno a su cadáver, se animó una comunidad que apenas comenzaba a surgir. La prensa latina comenzó a resaltar la obra de la poeta de Puerto Rico. Asistieron algunos amigos dominicanos, chilenos del centro obrero y sindicalistas mexicanos, seguidores de Vicente Lombardo Toledano.

Julia, quien se había bautizado en Río Piedras en el Centro Católico de El Monte, tuvo su misa de cuerpo presente, aunque sus poemas de la época neoyorquina trasuntan un cierto agnosticismo. 

El cadáver de Julia llegó al aeropuerto de Isla Grande el 6 de septiembre en un vuelo de promoción Eastern Airlines. Con el regreso, la poeta había completado la vuelta que le llevó desde 1940, cuando zarpó el 18 de enero en el vapor San Jacinto hacia Nueva York. En el verano de ese año, siguió su periplo hasta Miami en autobús, para pasar a La Habana y encontrarse con Juan Isidro Jimenes Grullón, que había sido elegido por sus compañeros como líder del recién nacido Partido Revolucionario Dominicano. Organización auspiciada por las familias Henríquez, Mainardi y Jimenes, que habían tenido importante influencia en la política y en la cultura dominicana.

En La Habana, Julia de Burgos conoció el amor y el desencanto. Conoció a grandes escritores como Navarro Luna, Nicolás Guillén, Dulce María Loinaz; y también a Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda, que visitaron La Habana en el corto periodo de dos años en que vivió en Cuba. Leía mucho y se inscribió en la Universidad de La Habana; tenía la esperanza de tener una fuerte formación humanística y hasta comenzó a estudiar griego y latín para conocer a los escritores clásicos en sus lenguas originales.

Las cosas con Juan Isidro no siguieron bien. Desde su primera estancia en Nueva York, sentía el politólogo que las sombras de Trujillo le perseguían. Por esta razón Julia tenía que quedarse en casa de amigos en Nueva York, como los Beauchamp,y Juan Isidro la visitaba de noche, luego de dar largas vueltas para despistar a los esbirros del tirano dominicano. En Cuba se alojó durante un tiempo en casa de Juan Bosch, pero luego vivió en varias casas e hizo largos viajes por la isla junto a su compañero que, debido a que en Cuba la medicina no la podía ejercer un extranjero, tuvo que conformarse con ser visitador a médico (continuará).

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