El escritor argentino Julio Cortázar, una de las figuras señeras del “boom” latinoamericano, reconocido mundialmente como uno de los autores más originales e innovadores, cuya creación en diversos géneros transita entre lo real y lo fantástico, durante casi toda su existencia tuvo una fascinación por el boxeo, deporte que en pasados siglos fuera denominado como el “noble arte de la defensa”.
Su inicial relación con la disciplina de los puños enguantados ocurrió a una edad muy temprana. Tal experiencia aparece años después reseñada en un trabajo testimonial titulado “El Noble Arte” incluido en su obra Último Round, publicada en 1969 por la editorial Siglo XXI, que es la segunda parte del famoso libro La Vuelta al Día en Ochenta Mundos.
Último Round ha sido descrito por la crítica especializada como un “collage literario”, el cual contiene más de 45 textos, entre estos: microrrelatos, artículos, ensayos, poemas, cuentos, dibujos, pinturas y fotografías. Llama la atención las características de estos textos donde el lector usualmente queda atrapado de la “disolución de la realidad, de lo insólito, del humor o del misterio, y reconstruye o interioriza la historia como algo verosímil.”
Al escritor se le atribuye haber ideado una especie de filosofía sobre esa disciplina, excluyendo el aspecto sangriento y cruel. Admiraba al hombre (el caso de un peleador) que siempre iba para delante y a pura fuerza y coraje conseguía el triunfo.
La historia se remonta al año 1923; narra cuando los argentinos escuchaban en transmisión casi directa desde el Polo Grounds de New York, en torno a los pormenores del combate en que Jack Dempsey retuvo el campeonato mundial de peso pesado al poner fuera de combate a Luis Ángel Firpo en el segundo round.
Cortázar (1914-1984) recuerda que en esa ocasión él tenía nueve años, vivía en el pueblo de Banfield, en Argentina, y su familia era la única del barrio que tenía una radio caracterizada por una antena exterior inmensa, cuyo cable remataba en un receptor del tamaño de una cajita de cigarros. Su tío encargado de ponerse los auriculares para sintonizar con cierta dificultad la emisora bonaerense que retransmitía el combate.
Rememora que buena parte del vecindario se instaló en el patio con visible azoramiento de su madre, y el patriotismo y la cerveza se aliaban como siempre en estos casos para vaticinar el aplastante triunfo del llamado “toro salvaje de las pampas” que se medía al más grande de los campeones que había dado la categoría máxima hasta entonces.
Firpo casi de inmediato impactó a Dempsey despidiéndolo sobre las máquinas de escribir de los reporteros. Precisa que si no hubiera ocurrido que el árbitro era yanqui, en ese mismo momento Firpo hubiese sido campeón del mundo. Las reglas establecían que un boxeador defenestrado ha de volver por cuenta propia al ring, y en cambio treinta manos levantaron a Dempsey, que estaba “groggy”.
Firpo tuvo su hora inmortal de tres minutos, pero Dempsey demostró hasta qué punto era capaz de resistir, y en los otros tres minutos empezó a demoler la pared de ladrillos hasta no dejar más que un montoncito en el suelo con quince millones de argentinos frustrados y pidiendo, entre otras cosas, la ruptura de relaciones, la declaración de guerra y el incendio de la embajada de los Estados Unidos.
Sin embargo, su afición por el boxeo no disminuyó, continuó visitando los estadios a ver peleas. Afirma que en 1952, una tarde de lluvia en su piecita de París, con lágrimas de orgullo, entre mate y mate, escribió Torito, una auténtica joya de la narración.
En el Torito, el personaje principal es un buen fajador con amplio accionar de choques con adversarios locales y extranjeros, donde el autor no sólo pone de manifiesto su fina técnica superior como narrador, sino además su dominio absoluto de la jerga e interioridades del espectáculo de los puños. Sin dejar de poner en boca de uno de los personajes del entorno lo siguiente: “A ver si me lo fajas bien a ese gringo pa que aprendan cómo somos los argentinos.”