Ayer tuve que ir a la avenida Mella en una diligencia personal. De paso, entré al antiguo Mercado Modelo en busca de unas fresas frescas, no congeladas.

Encontré  las fresas, el “congelado” fuí yo. ¿La razón? La cantidad de haitianos que ví detrás de dicho mercado fue, para mí, impresionante. Y no por el número de esos extranjeros, sino por el hecho de que no encontré uno solo con pasaporte y, claro está, sin documento alguno que avale su permanencia en nuestro país.

Dicho de otra manera, la frontera con el vecino país es una simple línea divisoria… que no divide nada.

Más del noventa por ciento de esa frontera está desguarnecida, situación que aprovechan los haitianos para pasar por el Massacre, el Artibonite y otros lugares. Y el que se quiera dar cuenta de lo que digo, solo tiene que ir al Mercado Modelo, a un sector de la calle Enriquillo y a otros lugares visitados por personas en busca de negocios, diversión, etc. Nada. Estamos siendo invadidos pacíficamente y nada se hace para impedirlo. Todo lo contrario, la mano de obra haitiana (indocumentada o no), está “a la orden del día” en nuestro país, que parece carecer de memoria. El haitiano es un afroamericano. Es sumamente fácil distinguir a un negro dominicano de un haitiano. Aquellos ominosos 22 años  no nos dejaron una  impronta que permitiera se nos confundiera. Nuestra herencia hispana es la razón. Nuestra población negra tiene un incofundible perfil que “grita” quiénes somos, de dónde descendemos, etc. Yo he transitado toda la frontera, desde Loma de Cabrera y Dajabón, hasta Jimaní, Pedernales y otros puntos. Lo he hecho dos veces y en cada ocasión     me he persuadido de que esa frontera no es otra cosa que una línea que solo existe en los mapas.

En  Santiago de los Caballeros he visto muchos haitianos trabajando. Porque, eso sí, el haitiano es trabajador como él solo y su mano de obra es utilizada principalmente por la industria de la construcción y en los campos cañeros de San Pedro de Macorís.