Juventud y empleo

<p>Juventud y empleo</p>

PEDRO GIL ITURBIDES
Una juventud inclinada a la violencia, al crimen o al consumo o a la venta de drogas, denuncia a quienes dirigen la sociedad. Hace poco conversé con un amigo cuya obra cristiana está encaminada a rescatar esos muchachos.

“Algunos me han confesado -afirmó- que no tienen otro camino. El país no les ofrece alternativas”. Quedé pensativo. En cierta medida, discrepo del planteamiento. Pero no anda lejos de la realidad social, de ésta y varias otras naciones.

Quien tiene una formación moral enraizada busca las alternativas. Mas no es la que ofrecemos hoy día, la educación doméstica de todos los tiempos, que fuera cuna para amamantar las buenas costumbres. Tampoco los pensamientos rectos parecen tener en las quebradizas familias de nuestros días, el núcleo para repollar. Lo común y corriente es hallar personas que habitan bajo un mismo techo, y en donde cada quien vive una existencia singular. Se hacen correcciones cuando un desorden rompe la quietud a la que aspiran los superiores en la escala de esta célula. Fuera de ello, nada nos conturba y menos aún, obliga a reconducir nuestras existencias.

Por ello encontramos tantos jóvenes que se dedican a actividades poco ortodoxas, porque la sociedad no les ofrece otros caminos. El discurso de la demagogia crea riquezas de papel, adivinables en cuadros estadísticos como números pomposos. Lejos de estimular el espíritu de progreso, generan el reconocimiento de la disparidad socio-económica que prevalece como resultado de la lucha contra la pobreza. Al final, empuja a los de más frágil formación moral hacia la rapiña de esa riqueza que se promueve, y de la que no puede participar por la inequidad social.

La inequidad social es un factor determinante en la impulsión hacia el mal de cuantos carecen de una sólida formación familiar. Quien tiene nombres familiares que cuidar, porque sus antecesores, aún de escasa fortuna, fueron ejemplo en sus comunidades, procuran preservar ese acervo. La falta de justicia social los reta y tal vez conmueve, pero no los doblega ni vence. Los que carecen de ello como tradición de familia o ejemplo inmediato, sucumben al llamado más deleznable.

La inamovilidad social es, sin duda, la siguiente y más poderosa entre las causas negativas. La vida en la República Dominicana se ha caracterizado por esa inamovilidad. En escasas oportunidades, con muy determinados gobiernos, el Estado Dominicano ha sido ariete de la promoción humana.

Sociedades en las que ello acontece, las personas pierden las esperanzas de lograr un porvenir lisonjero. Sólo cuando esa promoción cambia los modos de vida de individuos dentro de un grupo, se genera fe en que la sociedad es una maquinaria colectiva que propulsa el bien. Y resurge la esperanza.

Un factor adicional lo es el modo en que las administraciones gubernamentales conciben las estructuras del gasto público.

Cuando los recursos se destinan de manera principal al gasto operativo de la administración, se condena al país a una inercia estacionaria. En tales circunstancias el progreso se torna una palabra hueca y, como ocurre, el crecimiento es mero registro estadístico. Y la gente se resiente por ello.

Cuando a tales faltas, porque faltas son, añadimos situaciones como las que prevalecen en cuanto a la seguridad ciudadana, el mal crece sin detenerse.

Escribo sobre el tema tras dos fines de semana durante los cuales he conocido de numerosos asaltos contra gente pobre, dedicada a sobrevivir entre la desesperanza. Uno de los mensajeros que utilizamos en las oficinas de la Universidad Tecnológica de Santiago sufrió en carne propia los resultados de este desalentador ambiente. Cumplidas sus tareas luego de un arduo día de trabajo, se retiraba a su casa.

Pero mensajero en motocicleta, al fin y al cabo, quiso ser motoconchista como, confiesa, lo ha sido en ocasiones anteriores. Vio un señor mayor que le pareció serio, y lo montó. Y por supuesto, lo dejó por muerto tras robarle su motocicleta, con ayuda de un cómplice que lo esperaba en el lugar de destino. En ese perturbado fin de semana, tres secretarias fueron asaltadas para robarles las carteras. Una funcionaria de nivel medio del área administrativa sufrió este percance, y fue severamente lesionada, además.

La he visto con el rostro con hematomas y laceraciones. Y he pensado en el amigo, empeñado en rehabilitar jóvenes que marchan por caminos torcidos. Una de las asaltadas cuenta que el instinto le advirtió del próximo y fatal encuentro. Pidió al joven que la seguía con un arma blanca en las manos, que no la dañase. Los ojos perdidos, insensible e insaciable, la empujó hacia el pavimento en donde la arrastró inclemente. Si este muchacho tuviera empleo, ¿estaría dedicado a estos menesteres?

Tenemos que considerar la creación de una sociedad nueva, porque en cada uno de estos casos, hubo testigos. Testigos de piedra. Y es que ya nadie tiene esperanzas. Por ello, se impone construir una sociedad distinta, en la cual existan razones suficientes para que la gente críe esperanzas de una existencia más digna. Y en donde le sea posible recibir la semilla del bien, y pueda sembrarla en los suyos.

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