En el extremo noreste de Argentina, a pocos kilómetros de la frontera con Brasil y enclavada en plena selva, una pequeña aldea de mbyá aborígenes guaraníes abre sus puertas para mostrar su forma de vida. Una experiencia que interpela a los visitantes sobre los alcances del encuentro entre culturas.
A una hora y media de las Cataratas de Iguazú, uno de los principales atractivos turísticos de Argentina, una comunidad de aborígenes guaraníes recibe a viajeros curiosos que buscan acercarse a un modo de vida completamente distinto, en pleno contacto con la naturaleza.
La aldea Kaaguy-Porá, que en lengua nativa significa “monte lindo”, está ubicada a las afueras de la localidad de Andresito (1.400 kilómetros al noreste de Buenos Aires), en la provincia de Misiones y a pasos del río Iguazú, que marca frontera con Brasil.El camino hasta la aldea adentra, paso a paso, a un mundo diferente.
Desde Andresito hay que recorrer unos 15 kilómetros de caminos ondulantes de tierra colorada que se bifurcan entre plantaciones de yerba mate y áreas selváticas.
Casas de troncos y cañas
Es mediodía y el sol candente del verano pega con dureza. Al pasar por un puente, la vista se detiene en un arroyo. Unos niños se bañan desnudos en las refrescantes aguas. El padre lava unas prendas sobre las rocas.
Ya cerca de la aldea, tres jóvenes mujeres guaraníes con sus pequeños hijos caminan por un angosto sendero a la vera de una plantación de yerba.
Inmediatamente, surge la pregunta: qué hacen por allí con este calor agobiante. “Estamos paseando”, responde tímidamente Lucía, quien junto a las otras jóvenes nos indica que estamos en el camino cierto. De hecho, pronto comenzamos a divisar las primeras casas de la aldea.
Aquí viven unas 180 personas, agrupadas en 28 familias. Sus casas están hechas con troncos de árboles y cañas, con techo a dos aguas cubierto de paja. En el interior, un ambiente único, el piso es de tierra.
Las primeras sensaciones del visitante deambulan entre la curiosidad y cierta culpa por perturbar la intimidad de los lugareños.
Pero los guaraníes, una vez vencida lo que parece ser cierta timidez inicial, dejan que uno mire y haga preguntas.
Lo que llama la atención son los elementos que no se espera encontrar allí. Tendidos de cables de energía eléctrica. Una moderna escuela pintada en colores pasteles. ¿Desarrollo o “contaminación” de un modo de vida milenario?
Al espiar en el interior de una de las casas, un televisor sobre el piso de tierra es uno de los pocos elementos que llenan el ambiente…
La vestimenta también llama la atención. Los antiguos guaraníes solían ir y venir por los estrechos senderos selváticos prácticamente desnudos. Pero casi todos aquí usan ropa “al estilo occidental”: vaqueros, camisetas y faldas.
Los ojos del extranjero se sienten interpelados por esta extraña mixtura entre lo salvaje y lo civilizado, lo ancestral y lo moderno, y recorren esa delgada línea que distingue la pobreza de una vida despojada y natural.
Viviendo de la artesanía
Al resguardo de la sombra que ofrece el alero de su casa, Ramón se ofrece a mostrar su trabajo: tallas de animales autóctonos realizadas con maderas de la zona. Entre las piezas destacan los yaguaretés -una especie de felino salvaje- que colorea con pigmentos naturales.
“Los vendo a 20 pesos (6,5 dólares). Pero si los vendo a los turistas en el Parque Iguazú, los cobro 50 pesos (16 dólares)”, confiesa Ramón.
Casi todos aquí viven de la artesanía. El Parque Nacional Iguazú, que a unos 60 kilómetros al oeste de la aldea atesora a las imponentes Cataratas del mismo nombre, ofrece a los guaraníes un lugar para vender sus tallas, collares con semillas y cestos de fibras vegetales al millón de turistas que cada año visitan ese lugar. La comunidad Kaaguy-Porá fue creada en 1987. Cubre una superficie de 170 hectáreas y sus habitantes tienen desde 1994 los títulos legales de propiedad de la tierra. Gran parte del área es de selva paranaense, uno de los ecosistemas de mayor biodiversidad de Argentina.
De hecho, la etnia de los mbyá guaraníes fue durante varios siglos dueña y señora de vastas extensiones de selva de lo que hoy es el sur de Brasil, Paraguay y el noreste de Argentina. Desde el siglo XVI, el “hombre blanco” les fue acorralando y actualmente, en la provincia de Misiones, sobreviven unos 5.000 dispersos en 76 comunidades. Con todo, mantienen ese apego por la selva, que es fuente de alimentos y de remedios naturales. En Kaaguy-Porá los animales salvajes, como los monos caí y los tucanes, deambulan por la aldea como un habitante más.
Siguiendo el recorrido por la comunidad, se asciende por una loma, atravesando maizales. En la cima está el templo y a un costado las ruinas de otro.
“Cada templo dura unos quince años. Esperamos que se venga abajo para construir uno nuevo, pero lo que queda del viejo seguirá allí hasta que desaparezca”, explica Marcelo, de 26 años, cuyo nombre guaraní -que no suele revelar a los extraños- es Kuarahy, “el sol”. El templo, que por fuera luce como una casa más pero es de mayores dimensiones, es el único sitio donde no nos dejan ingresar. Ni siquiera mirar.
Marcelo abre la pequeña puerta del recinto sagrado con sigilo, para que no echemos ni un vistazo al interior, y saca unos cuantos instrumentos musicales. Toma una guitarra de cinco cuerdas y da a su mujer un takuapú, instrumento hecho con caña que produce un sonido profundo al percutirlo contra el suelo.
Los guaraníes respetuosos de los mayores
Junto a sus hijos interpreta una canción en lengua guaraní. Las voces son dulces y la melodía transmite una alegre serenidad.
Marcelo explica que es un canto a Ñamandú, “el principio” o “el sol de la mañana”, divinidad a la que cada noche todos cantan en el templo para consultarle sobre los pasos que darán en el nuevo día.
El dialecto que utilizan es diferente al guaraní que actualmente hablan unas cinco millones de personas en Paraguay, el sur de Brasil y el noreste de Argentina.
El grupo vuelve a cantar. Marcelo se encarga nuevamente de traducir: “Cristo nació, sufrió un poco y murió en la cruz por nosotros”… El auditorio se queda sin comentarios.
El templo es también lugar para los bautismos y las curaciones. Un sacerdote anciano o pa’i preside los ritos.
De pies descalzos, Aldana, una de las hijas de Marcelo, corretea libremente por el lugar. Su padre dice con orgullo que la niña comenzará pronto a educarse en la escuela bilingüe del lugar. Claro que hay ciertas enseñanzas que sólo pasan de padres a hijos. “Mi abuelo me llevaba al monte y me enseñaba cuáles eran los yuyos (hierbas) para curar”, relata Marcelo con cierta nostalgia.
Este respeto por los mayores es también la base de la organización social de cada comunidad, liderada por un cacique y un consejo de ancianos.
Los habitantes de Kaaguy-Porá pertenecen a la parcialidad mbyá, que nunca se dejó dominar por los conquistadores europeos ni aceptó ser parte de las reducciones creadas por los jesuitas en esta región en los siglos XVII y XVIII, pero sí mantuvo un comercio esporádico con las misiones, lo que implicó la adopción de algunas pautas culturales ajenas, como conceptos propios del cristianismo, instrumentos musicales y una incipiente tradición hortícola.
Acorralados por la destrucción de la selva y obligados a adoptar una nacionalidad, los guaraníes tienen hoy una mayor interacción con los “blancos”, pero en general siguen a merced de cierta incomprensión. Visitarles e interesarse por su modo de vida puede ser un paso inicial para superar esa marginación.
EFE-Reportajes