Katrina en el crepúsculo imperial

Katrina en el crepúsculo imperial

DIÓMEDES MERCEDES
Les invito a un paseo en parapente antes de aterrizar. Los procesos revolucionarios parecen tener un alto nivel de autonomía; además, son novedosos, resumen circunstancias imprevistas, se nutren o se expresan en esas originalidades que abundan en las formas con las que los oprimidos se proveen y educan para sobrevivir, y con las actitudes con las que los dignos de cualquier estrato social dentro de núcleos íntimos penetran lo que observan con inteligencia crítica y sintetizadora. Esa atracción seductora y empática de factores, al tocarse entre sí, dan inicio a la química revolucionaria a la que nadie le impone curso, riendas, ni representaciones.

Cada tiempo con sus códigos, y hoy en medio del crujir del desplome de todo lo arcaico, el reto apremiente del ¿qué hacer? estalla en las consciencias revolucionarias como un imperativo tras la idea que como chispa o motor de arranque debe hacer girar el eje de la gran masa; así como nos lo ha enseñado la escuela de los grandes movimientos sociales, políticos y religiosos de la historia, por ejemplo el cristianismo.

Hasta el Concilio de Nicea (Asia Menor, año 325) no hubo partido cristiano (Iglesia). Hubo cristianismo del bueno por la reproducción de la mística de las ideas de Jesús, sobre las precedentes sedimentadas en el subconciente social y popular que esperaba un Mesías redentor. Sobre esos asientos fructificó la prédica de muchos evangelistas; hoy la mayor parte desconocidos o proscritos por la historia oficial, redactada como Nuevo Testamento, en donde sólo se cita a aquellos que convenían al poder para reciclar teológicamente al Imperio Romano con la nueva fe popular, traicionada por la artimaña de Constantino.

Para entender lo que pudiera ocurrir en la política futura, es significativo conocer el hecho de que el cristianismo no fue propiamente lo que en parábolas dijo el Cristo. El cristianismo fue aquello que desde su realidad social y cultural interpretó el pueblo de aquellos tiempos, para llenar su espiritualidad colectiva y cambiar su vida esclava por la ilusión de solidaridad y amor –sus carencias–, las que desvanecían en la medida en la que la Iglesia heredaba el trono romano.

Ese espíritu volveria a resurgir con Lutero y la Reforma en Alemania en 1517, ideal perseguido y aplastado por la intolerancia de la Contra-reforma. Pero la utopía humana, desde Marx y Engels, Proudhon y Rosa de Luxemburgo, se trasladaría hacia el socialismo que avanzó por estrechos en los que la libertad no pudo abrir sus alas, gracias a la misma intolerancia.

Como uno de los átomos que intiman con otros y otras moléculas, fusionándonos –sin borreguismo– en el punto imperativo crucial que busca la práctica que dé solución a las cuestiones que nos plantea el ¿qué hacer? Ante el desequilibrio local y del mundo, hecho una aldea común, quiero relacionar el pasado a la realidad presente tras el paso del huracán Katrina con sus devastaciones dentro de los Estados Unidos.

Observando la catástrofe material y humana, lo abarcador de su extensión, he vivido su impacto estresante desde el primer momento, porque por donde penetró ésta en el Estado de la Florida (Miami) residen dos de mis hermanos y sus familias, motivo por el cual estuve atento desde su inicio a la evolución del fenómeno natural con sus desastrosas inundaciones y vientos.

Bush es un desgraciado, lo sabemos. Su gobierno reaccionó lenta y deficientemente en el auxilio de los damnificados. Pero veamos con cuidado la situación y seamos ante todo justos en la crítica a este señor de las injusticias. «Lo que el viento se llevó» no era de Bush ni era él mismo. El dolor de las pérdidas y la desesperación de las agonías de las personas barridas eran algo muy distinto a él, y más que de él eran nuestros.

Hay situaciónes en las que la responsabilidad de consciencia nos inhibe las críticas. La magnitud de la catástrofe era inmanejable, aún para el gobierno más poderoso en su estado de permanente alerta. No había otra cosa que hacer que cruzarse de brazos mientras acontecía lo imprevisible. Era como decir «sálvese quien pueda».

Reflexionando sobre el embate de este huracán, cuyas imágenes distraen o hacen pensar profundamente, según el espectador, no debo dejar pasar por alto no que no se ve. La nación imperio de más alta concentración de riquezas y poder está llena de una población angustianmente pobre, almacenada tras las fachadas de luces y las tecnologías. Luego del huracán Katrina ese empobrecimiento se hará más radical y calamitoso con repercusiones sociopolíticas y raciales inevitables, dolorosas que hermanarán a esos infelices junto al destino de los pueblos de las naciones subdesarrolladas.

Ni Pearl Harbor, el 11 de septiembre, las guerras en Afghanistán, las de Irak, o la derrota de los Estados Unidos en Vietnam son comparables con este hecho dentro de los intestinos norteamericanos. Puede que el poder de los Estados Unidos involucione; puede que el hecho lo torne fatalmente más agresivo, hasta el suicidio, para compensar las pérdidas, poniéndonos a pagarlas.

Quienes hemos visto en el desamparo a ese pueblo pobre, antes oculto y ahora más empobrecido, que ha sobrevivido traumáticamente a la catástrofe, no podemos hacer otra cosa que sentirlo como nuestro propio pueblo y ratificarle solidaridades humanas, colectivas, recíprocas, etc., y proclamar que caminaremos juntos aunque no hablemos igual.

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