La “hamburguesa” de la abuela

La “hamburguesa” de la abuela

Madrid. EFE. Mucho antes de que se popularizasen fuera de los EEUU las hamburguesas, las amas de casa de medio mundo sabían hacer cosas, algunas de ellas muy ricas, cuya materia prima básica era la carne picada; carne generalmente de res, pero también de cerdo y, muchas veces, mezcla de ambas.

Fuera de casa, el problema estaba en la honradez con que el tabernero o cocinero de turno tratase esa materia prima, más bien de cómo fuese el género empleado.

Las albóndigas, en todos sus tamaños, de albondiguillas a albondigones, podían dar el tono de una casa de comidas, según fueran buenas o deleznables. Aún hoy en día unas buenas albóndigas caseras son una de las mejores aplicaciones posibles de esa carne molida.

Hubo un tiempo en el que en España fueron populares unos filetes hechos con carne de ternera pasada por la picadora -manual, que entonces no había aún robots de cocina- que, vaya usted a saber por qué, se llamaban «filetes rusos».

La cosa era curiosa, porque les hablo de unos años, los de la posguerra civil, en la que cualquier alusión a Rusia se miraba muy mal, tanto que a la ensaladilla rusa se le llamaba de otras maneras: «nacional», «imperial»… Peor lo tenía Caperucita, que de ninguna manera podía ser «Roja» y durante algunos años fue «Caperucita Encarnada». Los políticos, cuando se ponen ridículos, son insuperables.

De aquellos años de mi infancia, antes de la llegada masiva de las hamburguesas, allá por los primeros cincuenta del pasado siglo, recuerdo con nostalgia y cariño un plato que preparaba mi abuela, con carne picada o molida: en casa le llamábamos carne en rollo. Partía mi abuela de medio kilo de carne de ternera picada; prefería picarla ella, en casa, para evitar que en la carnicería le dieran una carne distinta a la que ella quería.

Ponía la carne en un bol y la aliñaba con sal, pimienta, nuez moscada y perejil picado. Añadía luego a la mezcla un huevo ligeramente batido y un panecillo de la víspera previamente remojado en leche y escurrido. Amasaba a mano todo ello un buen rato, hasta mezclarlo bien, y dividía el conjunto en dos rollos, que pasaba por harina y freía hasta dorarlos por fuera.

Colaba ese aceite y lo pasaba a una cazuela, donde procedía a sofreír una cebolla cortada en cuartos, con un diente de ajo y una zanahoria; después añadía la carne, la bañaba con un vaso de vino blanco y la hacía cocer a fuego suave. Una vez bastante reducido el vino, añadía un vaso de caldo de carne y dejaba coser unos 40 minutos más. Retiraba los rollos, pasaba la salsa por el colador chino y enviaba a la mesa la carne cortada en rodajas, rodeada de un buen puré de papas y con la salsa en salsera aparte para que cada cual se sirviera la que le apeteciera… que solía ser bastante, porque era una de esas salsas sencillas pero sabrosas que honran una cocina casera.

Hoy, esta carne «en rollo» es apenas un dato gastroarqueológico. Manda la hamburguesa, de cadena, de franquicia. Yo ceno hamburguesas de vez en cuando, en mi casa, pero son hamburguesas que nos hacemos nosotros con carne de buena calidad e ingredientes bien seleccionados como complementos.

Jamás, pero es que jamás, una hamburguesa de la cadena de restaurantes de comida rápida que ustedes quieran sabrá como una hecha en casa. Consecuencia: algo más llevarán, que las hacen diferentes… y que hace que a los más jóvenes les guste más esa hamburguesa que la hecha en casa con la mejor carne de ternera posible.

Tienen truco, claro. Ellos no nos dirán cuál, pero tienen. Mientras, yo voy a seguir comiendo platillos hechos con carne molida… pero al estilo de mi abuela. Sinceramente: me gustan bastante más, y sé de qué y cómo están hechos.

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