La madrugada del lunes 24 de mayo del año 2004, las torrenciales lluvias que se registraron en el sur profundo de nuestro país, y en territorio del hermano pueblo haitiano provocaron un desbordamiento descomunal del río Soliette/ Rio Blanco, el cual llevaba casi un siglo dormido y aquella fatídica madrugada despertó y causó más de 400 muertes en la provincia fronteriza de Independencia, municipio Jimani.
Corrían las primeras horas del martes 25 de mayo. La consternación, el asombro y el espanto se apodero de todo el país. los ojos del pueblo se volcaron hacia la olvidada provincia fronteriza, las noticias nacionales e internacionales hablaban de la tragedia, y justo ahí comenzamos a contabilizar muertos de manera escandalosa.
Para entonces yo era raso paracaidista de la Fuerza Aérea, miembro del primer pelotón de la Unidad Elite los Escorpiones. El entonces presidente de la República Hipólito Mejía declaró el estado de emergencia en la zona devastada, a seguidas comenzó la movilización de tropas y equipos hacia la zona de desastre, a los miembros de mi unidad se nos asignó la misión de brindar seguridad a un convoy militar que llevaría comida y otros productos de primera necesidad a los sobrevivientes.
Como unidad élite debíamos hacer labores tácticas de reconocimiento, asegurar perímetros en los cuales los soldados de las brigadas pudieran hacer entrega de los productos sin ser agredidos por la desesperación y el hambre que vivían los sobrevivientes de aquel desastre, aquello era una situación de calamidad total.
Recuerdo cada sensación vivida en aquellos días, son imborrable aquellos recuerdos. Cuando nos acercábamos a Jimaní, la brisa nos preparaba para lo que nos esperaba, kilómetros antes de entrar al pueblo el olor de la muerte inundaba nuestros pulmones, la putrefacción acelerada de aquellos cuerpos en el lodo y el agua impedía la concentración, los rostros de la gente en las calles era el retrato del drama humano que se vivía entonces, desolación, llanto, desesperación y muerte por doquier.
Entre esos recuerdos lúcidos que aun vagan por mi mente casi 16 años después, sobre sale la visión de una casa desvencijada, parecía madera de palma, típica en la zona. pintada de rosado; era la primera casa en la entrada de lo que, hasta hacía poco se conocía como la 40 de Jimaní. Aquella maltrecha ruina que el poder del agua socavó sus cimientes, las aguas se habían llevado literalmente todo el suelo a su alrededor y casi la mitad de la casa, pero quedaba erguida la otra mitad sobre un islote de tierra corroída y lodo, más bien aquello parecía un monumento a la esperanza de aquel moribundo pueblo.
A medida que nos adentrábamos en los senderos que antes fueron calles, el panorama se pintaba dantesco, a donde mirabas había ruina, silencio y el rastro cruel de la muerte, mezclado en lodo y destrozos.Árboles en el suelo, pisos de cemento abandonados por las casas que les cobijaban, ropas y trastos por doquier, hijos buscando a sus madres, padres buscando sus hijos en medio del hambre, la confusión y el dolor. Veíamos médicos de batas blancas con niños negros y ensangrentados cargados en sus brazos, la defensa civil moviendo escombros buscando vida, mientras otros en shocks solo intentaban entender qué diablos había pasado.
Era un drama desgarrador escuchar a ancianos bajo los pocos árboles que había de pie, narrar como escucharon el agua montaña abajo y corrieron, como vieron perderse arrastrado por el agua a familias enteras.Muchos de estos nunca aparecieron, nadie de los que allí perecieron tuvo un sepelio; pues en aquellas condiciones la fosa común era la morada final.
Al paso de los días era terrible ya, fruto de la descomposición natural de los cuerpos no poder distinguir si era joven o viejo, si era hombre o mujer si era el cadáver de algún animal o un ser humano. Suena cruel, pero esa era una realidad que a quiénes participamos de labores de rescate y ayuda nos tocó vivir y que hoy que nuestro país está sumergido en una crisis sanitaria se nos remueven esos recuerdos al escuchar la muerte como números fríos en un boletín estadístico de la desgracia.
Allí conocí dos estados excepcionales de los seres humanos en momentos de crisis:uno, la capacidad de resistir el dolor y aferrarse a la vida, luchar, sobrevivir en las peores condiciones en que pueda sobrevivir la vida, despojado de todo, sumido en el pantano de la desesperación y sobreponerse.Dos,la capacidad de entrega y solidaridad que pueden expresar los seres humanos ante la desgracia del otro, hasta donde es capaz de entregar y luchar una persona por salvar una vida o aliviar el dolor.
Nuestra solidaridad una vez más a los familiares de aquellas víctimas de la naturaleza, nuestra solidaridad a las familias de esta nueva tragedia que nos mata lentamente, nuestro respeto y admiración a todos y todas las que entregan su tiempo y sus capacidades a mitigar los daños de la desgracia y a salvar a aquellas vidas que se pueden salvar, en 2004 perdimos en unas horas más de 400 vidas sin poder reaccionar, hoy perdemos nuevas vidas pero estamos a tiempo de frenar esto.
Que Dios nos agarre confesado, diría mi madre.