La Academia “Santiago”

La Academia “Santiago”

ÁNGELA PEÑA
Es símbolo del conocimiento, del estudio, el obligado centro del saber de la región del Cibao inmediatamente concluido el octavo grado de la intermedia. Todos querían terminarlo para hacerse mecanógrafos, taquígrafos, estenógrafos, contables. Graduarse representaba complacer a los padres, ansiosos porque el ocio no ocupara las mentes juveniles pero, al mismo tiempo, era una forma de acumular discernimiento y prepararse para ocupar un cargo. Muchos no hacían más estudios, considerándose ya preparados con el título que exhibían orgullosos, pues, era tal la demanda de los egresados de la Academia Santiago, que algunas empresas empleaban a los alumnos antes de recibirse.

A la una de la tarde la acera de la Sánchez estaba colmada de estudiantes. Algunos aguardaban que la librería Santiago reanudara las labores interrumpidas al mediodía, para comprar hojas de maquinilla, papel carbón, tinta, repuestos de pluma fuente, cuadernos, libros, sacapuntas, borradores y tal vez una tarjeta para enviar discretas notas alardeando de la belleza de la caligrafía Palmer que enseñaba el profesor Ventura. A las dos comenzaba a sentirse el teclear de las viejas máquinas en las que los discípulos se afanaban en batir récord de rapidez mientras doña Victoria imponía su voz con la advertencia: “¡No miren las teclas!”. Ventura, como le decía el director de la Academia, don José Ordeix, era una especie de todólogo de la Academia. Alto, moreno, sabio y dulce pese a la imponente figura y la vigorosa voz, enseñaba varias materias pero su fuerte, y cuco a la vez, eran las matemáticas, de las que tenía un dominio impresionante. Sin embargo, se trasladaba de una a otra aula discurriendo magistralmente sobre gramática, enseñando cómo asentar un inventario o desplegando una inmensa hoja cuadriculada indicando la forma de llevar estados de cuentas.

En un salón que daba a la calle Sol, la tierna doña Jilma de Hernández se empleaba en aclarar que se escriben con h las palabras que empiezan con hip, menos ipecacuana; con j las terminadas en aje, eje, menos ambages, o dictando para detectar confusiones en el uso de las letras: “Sal a coger al azar una gallina para asar”. “¿Crees tú que el sebo se pueda utilizar como cebo?”. Era orgullo y privilegio haber sido alumno de la Academia Santiago. No todo era clases y exámenes. También se enseñaba a consultar libros, visitar lugares para comprobar lo aprendido y se era muy exigente con la higiene personal, la apariencia. Ordeix era un azote devolviendo estudiantes con el uniforme sucio, incompleto, cambiado por ropa de calle o manchado. Tenía lupa para descubrir uñas mugrosas, largas, y ningún reparo para despachar a cambiarse o asearse.

Con el tiempo tuve la dicha y el honor de conocer al fundador de aquel templo de educación integral, don Antonio Cuello, deslumbrada y disminuida frente a su intelecto y sabiduría que disimulaba con franca sencillez y humildad conmovedora. No sólo creó la academia y la librería Santiago sino que fue el autor de todos los libros con que se enseñaban las asignaturas, incluido el pesado Manual de Mecanografía, el deslumbrante volumen de Contabilidad, la Ortografía práctica y prosódica, entre otros. Hoy dirige la Academia Antonio Cuello, hijo. Tal vez ha introducido recursos de la moderna tecnología pero como el local, al menos por fuera, sigue siendo el mismo, una mezcla de sentimientos y recuerdos sacude al ex alumno al observarlo, aunque el más enternecedor es el de la gratitud, tardía, pero profunda, a esos maestros que de manera tan original ponían a un estudiante casi de primaria en condición de competir con cualquier profesional y ganarle, en las áreas que había cursado. Pese a que todos los ricos de Santiago desfilaron por las cálidas aulas de la Academia Santiago, algunos la llamaban acertadamente “la universidad de los pobres”, pero ahí se enseñaban principios que muchos universitarios ignoraban.

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