La administración del Carisma en la Iglesia y el Partido

La administración del Carisma en la Iglesia y el Partido

Uno de los problemas gerenciales más difíciles para el rey, el presidente o el papa, y para cualquier mortal administrador de negocios o dirigente de béisbol, es la administración del talento, particularmente, de lo que dentro de los fenómenos normales se puede entender como “carisma”. Cuando se trata de asuntos paranormales o metafísicos, el asunto es extremadamente complicado.

Observemos lo laborioso que es para un gobernante democrático entenderse con su pueblo. Cada decisión debe tomar en cuenta los pareceres de expertos y minorías, y tratar a cada ciudadano como a un socio con capacidades y derechos iguales al mandatario. Por ello, muchos gobernantes y dirigentes con limitada capacidad gerencial se sientan tan inclinados  al despotismo.   Algunos prefieren que sus gobernados sean analfabetos, para embutirlos con propagandas mentirosas para sustentar sus falsas legitimidades.

En las iglesias la cosa puede ser mucho peor, a pesar de que se supone que la autoridad y la legitimidad vienen de Dios y no admiten discusión. Ocurre en muchas iglesias que, con frecuencia, alguien dice que Dios le habló. La jerarquía católica teme cuando “aparece una virgen” por ahí, y se hacen grandes esfuerzos por persuadir a videntes y creyentes del “error”. Con frecuencia ha tenido que enfrentar verdaderas rebeliones de “iluminados”. Aún en casos tan documentados como en del Padre Tardiff, hubo resistencia de la jerarquía.

Los evangélicos tienen un problema más difícil. De hecho, a cualquier pastor le resulta poco cómodo que en su feligresía aparezcan personas que digan que “el Señor les reveló esto o aquello”. Eso obliga a la jerarquía a dilucidar si fue Dios o Satanás quien le habló, si el vidente es un alucinado o un mentiroso. Si se admitiera que las revelaciones vienen de Dios, entonces el Pastor y los concejales tendrían que revisar lo que están haciendo y diciéndole a su congregación. El propio Lutero vio surgir centenares de iglesias con sus particulares revelaciones y doctrinas,  sin tener una estructura para someterlas  a la autoridad, como sí pueden hacerlo los católicos.

Hay iglesias protestantes que han resuelto el dilema mediante decreto: “Dios no le habla  a nadie, ni hace milagros desde que murió el último apóstol”. Por lo tanto, al igual que en la de Roma, en esas iglesias sólo hablan las escrituras o los intérpretes oficiales. No hay carisma ni revelación, ni por casualidad.

 En unas instituciones se excomulga, en otras se desacredita o se echa fuera al “vidente”. Qué es lo correcto y lo de Dios,  quizás no sabremos. Pero sí es claro, es que al Sanedrín ni a los jefes les gustan los iluminados, videntes y disidentes. Aunque estos estuviesen en su derecho y fuesen portadores de la verdad.

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