Por Isabel Olmos
Escribo este artículo a primera hora del día después de la tragedia. Como muchos valencianos, ayer por la noche no pude acceder a mi casa por el enorme caudal de agua que impedía el paso por carreteras y caminos, así que tuve que buscar cobijo en la empatía y solidaridad de los compañeros. Hoy ya veré. El cielo sigue gris y mi corazón y mi mente no pueden dirigirse a otro lugar que no sea a los cientos de personas que, en una jornada para el horror, se quedaron atrapadas en sus casas, en sus lugares de trabajo o en sus vehículos, viendo como el torrente de un barranco desbocado ponía en riesgo sus vidas. En muchos casos, se la ha llevado por delante.
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Y me surgen muchas, muchas interrogantes. No es la primera riada que vivimos los valencianos, ni mucho menos. En cada generación, diría yo, alguien sufre la impronta del agua, ese trauma o momento crítico relacionado con la lluvia que nunca se nos olvida. Todos tenemos uno y es muy difícil de borrar. Lo cantó Raimon -‘en el meu país no sap ploure’- y pasan los años y, no solo no mejoran las respuestas a fenómenos meteorológicos cada vez más extremos, sino que ayer vimos imágenes dantescas imposibles de concebir. Que nos costará mucho olvidar. Por muchos factores. Primero, porque a pesar de los avisos de que venía una Dana importante, nada de lo que pasó después fue lo que nos imaginábamos. Nada. Nada hacía pensar que las trombas de agua que arrasaron desde primera hora la Ribera y Requena-Utiel iban a anegar hasta lo insospechable todos los municipios de l’Horta Sud, todos, y muchos de Camp de Túria. Que la cantidad de agua iba a ser tal que se iba a desbordar el río Magro e iba a obligar a desaguar el embalse de la Forata, cuyo caudal está causando estragos en municipios como Algemesí.
Y digo que nada hacía pensar que llegaría lo que llegó porque, si al orden de los factores nos ceñimos, hasta las 20 horas de la tarde no hubo alerta global general para pedir a la población que se quedara en casa. Por la mañana, solo unos pocos centros educativos habían cancelado sus clases. Todo era normalidad en la mayoría de las ciudades que anoche ya durmieron cubiertas de barro. Los trabajadores de decenas de polígonos acudieron a trabajar como cada día, sin ninguna instrucción de lo contrario, atravesando las mismas carreteras, vaguadas y caminos y, de hecho, solo fue a media mañana cuando algunas localidades decidieron anular sus actividades a partir de las 15 horas ante lo que podía venir.
El resto, insisto, era normalidad. De hecho, la situación se complicaba, las horas pasaban y solo a las 20 horas, cuando el desastre ya se había materializado, sonó una ensordecedora alarma para decirnos lo que ya los medios de comunicación estábamos contando: que salir de casa podía costar la vida.
(Este artículo fue publicado originalmente en el diario digital “elperiódico”)