La alegría perversa del fracaso

La alegría perversa del fracaso

ROSARIO ESPINAL
Las adversidades socioeconómicas y políticas que enfrenta la República Dominicana son enormes y no se corresponden con la ligereza de actitud y la irresponsabilidad en el comportamiento que muestran los grupos de poder. Los tres partidos que han gobernado en las últimas cuatro décadas han buscado, sobre todo, obtener ventajas para sus dirigentes, miembros y aliados.  Llegan al poder para aprovecharse de los recursos económicos y simbólicos del Estado, no para trabajar con empeño por el beneficio de la sociedad.

Para sacar ventajas con mayor facilidad, los gobiernos dominicanos han preservado intacto el sistema corrupto que ha caracterizado históricamente la relación entre el Estado y el empresariado con prebendas, contrabandos, evasión de impuestos y concesiones especiales.

Como resultado, se ha mantenido no sólo la corrupción pública, sino también un empresariado rezagado en su modernización tecnológica, la calidad de los productos que venden y las condiciones de trabajo que ofrecen a sus empleados.

La sobreexplotación de la mano de obra dominicana y haitiana, así como la utilización abusiva de los recursos públicos, han permitido la acumulación de riqueza sin la necesaria redistribución del ingreso que ha sido fundamental en los países capitalistas desarrollados para mejorar los niveles de vida de amplios sectores sociales y fortalecer el Estado.

A través de los años la corrupción pública y privada se ha expandido en el país.  El proceso de democratización ha permitido la circulación de élites en el poder y ningún partido político tiene ya el monopolio del robo, como ocurrió en la dictadura de Trujillo o en el régimen de Balaguer de los 12 años. Ahora son más los que participan del desfalco público, y como muchos delinquen, nadie acusa ni condena.

Se ha gestado en el país una cultura de la estafa y el chantaje, donde el discurso anticorrupción es un adorno político que se despliega en los medios de comunicación.

En este contexto de abusos sin castigos, la población se siente vulnerable y desprotegida ante un Estado que en su accionar se caracteriza por la ineficiencia y la irresponsabilidad.

Como ente regulador y proveedor de servicios, el Estado Dominicano prácticamente no existe.  Las escuelas producen analfabetos funcionales con un promedio de escolaridad de menos del quinto curso de primaria.  Los hospitales carecen del personal adecuado, medicamentos e instrumentos quirúrgicos.  La energía eléctrica es un servicio ocasional.  La delincuencia arropa la sociedad, afectando todos los sectores sociales y la policía, corrompida por años, es incapaz de ofrecer seguridad.  El control fronterizo es un eufemismo.

El sistema judicial no muestra grandes avances en combatir la corrupción ni la delincuencia, a pesar de los discursos grandilocuentes de independencia judicial.  Las condenas brillan por su ausencia y la decisión de no ha lugar es común para sospechosos de grandes estafas.  El poder legislativo es una caricatura de disensión y una fuente de beneficios económicos.

En este contexto, se produce en el país una epidemia de descrédito de los políticos que se sustenta en la alegría perversa del fracaso.

Ante gobiernos deficitarios en popularidad, esa alegría perversa encuentra eco en la sociedad.  Postura ilusa porque el fracaso de cada gobierno se saborea como si fuera una conquista social.

Pero el fracaso de un gobierno es el fracaso de una nación porque empobrece a muchos ciudadanos, no tanto a funcionarios y políticos que aún en medio de las adversidades salen enriquecidos y protegidos por sus propios adversarios, quienes se hacen de la vista gorda para preservar el sistema de corrupción que beneficia a todos.

En la República Dominicana, la incapacidad de los gobiernos para resolver los problemas básicos de educación, salud, energía, transporte y vivienda afecta sobre todo a la población de menores ingresos, no a los políticos ni a los funcionarios del gobierno entrante o saliente.

Es lamentable, pues, que la ciudadanía se coloque en las graderías para disfrutar de las peleas entre oficialistas y opositores, que simplemente buscan explotar sus diferencias para concitar apoyo político en vez de resolver los problemas del pueblo.

Después del fuerte descalabro económico e institucional que se produjo en el gobierno anterior, y ante los nuevos problemas que han surgido en el escenario internacional con el alza del petróleo, la ciudadanía no debería hacerle el juego a los políticos, sino concentrar sus energías en exigir cambios sustanciales en la forma de gobernar y mejores condiciones de vida para todos.

De no producirse un cambio significativo en la manera de gobernar, los nuevos políticos que lleguen al poder tampoco resolverán los problemas del país.

El activismo crítico es inherente a la democracia y hay que preservarlo.  Pero la libertad que otorga la democracia no debe agotarse en esperar el fracaso de cada gobierno para votar por otro, porque sin éxitos gubernamentales quien más sufre es la ciudadanía, no los políticos ni sus cortesanos.

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