La antigua clase media

La antigua clase media

FABIO RAFAEL FIALLO
En el segundo de estos tres artículos a propósito de mi libro Final de ensueño en Santo Domingo, afirmaba que, con el colapso de la utopía comunista por una parte, y el fracaso del capitalismo triunfante en erradicar la indigencia y procurar la realización existencial por la otra, la fe en el progreso indefectible de la humanidad ha perdido mucho de su validez.

Lo antes descrito me hizo llegar a una conclusión a mi modo de ver fundamental: no debemos desdeñar, y mucho menos ignorar, estilos de vida y escalas de valores que han sido destronados por lo que, a menudo antojadizamente, se ha calificado de progreso o de modernidad. Una cultura ? como la de nuestra antigua clase media ilustrada ? puede haber desaparecido, o perdido vigencia, sin que ello signifique automáticamente que ella fuese inferior a las que la suplantaron o que no tenga nada que aportar a las nuevas generaciones.

No es porque la antigua clase media haya dejado de existir que sus valores o su estilo de vida fuesen menos coherentes, o menos aptos para procurar la realización existencial, que los defendidos por quienes, situándose en uno u otro lado de la gama de las ideologías dominantes en el mundo actual, cubrieron a aquella clase de burlas y vituperios hasta el punto de estrangularla mortalmente.

Se puede evocar aquí lo que dice Cicerón en su «De oratore» a propósito de las pinturas anteriores a las de su tiempo. Según ese político y filósofo romano, ?no cesamos de admirar [aquellas pinturas antiguas] a causa precisamente del carácter sobrio y arcaico de las mismas?. Cicerón prosigue y aplica a la retórica esa argumentación: en el arte de la oratoria, afirma entonces, es menester impregnarse del recato y de la sobriedad de que daban muestras los tribunos de la antigua Grecia. Cicerón aboga así por un redescubrimiento, e incluso por una revalorización, de estilos y criterios que habían perdido arraigo en la época en que él vivió. El osa en el terreno del arte lo que, veinte siglos más tarde, hará a su manera Nietzsche en filosofía: rehabilitar el concepto de arcaico.

Desde luego, redescubrir no es sinónimo de calcar, al igual que rehabilitar no significa reinstaurar. Todos sabemos que, en la historia como en la vida, no tiene sentido el intentar volver atrás. Tampoco pretendo que sea saludable, y menos aun útil, mantener la vista fijada en el retrovisor del pasado. Pero no es menos cierto que existen momentos ? y el nuestro a mi juicio es uno de ellos ? en que, para avanzar, resulta indispensable hacer una pausa en la aceptación sistemática, irreflexiva, ciega, de los criterios y las certidumbres imperantes. Detenernos, hurgar en culturas fenecidas en busca de referencias y de inspiración, extraer de dichas culturas lo que ellas tienen de imperecedero, de intemporal, he ahí la manera como en arte, en filosofía, y en toda actividad humana a decir verdad, podemos superar un presente árido, inhóspito, y construir un futuro promisorio, halagüeño y enriquecedor.

Y es esto precisamente lo que el redescubrimiento de la antigua clase media ilustrada nos puede aportar: una forma de vivir, de encarar la realidad, de resistir a la adversidad, que bien podría servir de contra-modelo de la desgraciada sociedad actual.

Porque contra-modelo, la escala de valores de aquella clase media lo es a todas luces. En ese mundo sepultado no había cabida para la codicia y la ambición. Otros móviles guiaban a quienes formaban parte de él. La delicia de una siesta, el encanto de una velada entre amigos, la musicalidad de un texto literario, el estímulo de un planteamiento filosófico y, sobre todo, el compromiso a favor de una causa noble, era a todo eso a lo que ellos otorgaban valor, en torno a lo cual organizaban su existir. Si hemos de resumir en una sola palabra todos estos rasgos distintivos de nuestra antigua clase media, no veo ninguna más adecuada que la sobriedad, la misma cualidad, recordemos, que preconiza Cicerón en el campo de la pintura, de la retórica y, yendo más allá, en el del arte en general. Sobriedad, virtud arcaica y por ende intemporal, antítesis por excelencia de la agitación, del fanatismo, de la corrupción que caracterizan al mundo en que vivimos.

Hoy, cuando ya sabemos a lo que nos han llevado los valores que vencieron a los de nuestra antigua clase media, ¿podemos afirmar, en conciencia, cara a cara con nosotros mismos, que esa clase media no tiene nada que enseñarnos? Tal vez, al contrario, sea aquel tipo de cultura, sin arraigo alguno en nuestro tiempo, el que, con sus principios caídos en desuso y su estilo arcaico, pueda brindarnos la inspiración, el ejemplo y el estímulo para construir una nueva sociedad más justa y respirable. Que mucha falta hace.

Fue de esa forma, acosado regularmente por las consideraciones que acabo de exponer, como, a principios de la década actual, no me quedó otro recurso en gracia que acatar la voluntad de esa antigua clase media y tratar de rescatarla del olvido y de los prejuicios y sofismas que en torno a ella se han creado. Es por eso que digo, en el encabezamiento de esta serie de artículos, que mi libro, «Final de ensueño en Santo Domingo», se impuso al autor.

Espero finalmente que se habrá de acoger y juzgar este libro por lo que fue concebido, por lo que aspira a ofrecer. Ahí no se encontrará una monografía llena de datos inéditos ni una narración novelesca surgida de la imaginación. Tampoco se trata de un manifiesto ideológico, efímero por esencia. Lo que se presenta es un relato pictórico, impresionista, personal y a la vez ceñido a los hechos, de un ambiente, un estilo de vida y una forma de soñar que no por haber desaparecido, repito, tienen menos que aportar, en términos de ejemplo cívico e intelectual, a las generaciones actuales y venideras de nuestro país.

El hecho de que ya no exista es precisamente lo que confiere a ese mundo soterrado un valor inestimable. Los detalles del mismo, sus motivaciones y vicisitudes, sus hazañas y frustraciones adquieren una importancia, una significación tal, que nadie hubiera imaginado en la época en que existía concretamente y nos parecía inmóvil. Súbitamente, nos percatamos de que lo que hasta ayer teníamos al alcance de la mano, ya no lo veremos más. Museos, signos arquitectónicos, libros de la época y otras reliquias del mismo género se convierten en vestigios silenciosos de ese mundo sepultado. Pero también queda el recuerdo de quienes vivimos en él… Y es ese recuerdo del entorno de mi familia ? entorno que conocí con el candor y el asombro de la infancia, y cuya belleza prístina encierro celosamente en mi memoria ? el que dejo plasmado en cada palabra, en cada coma, en cada punto del libro que presento aquí.

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