La expresión “banalidad del mal” fue acuñada por la filósofa política Hannah Arendt en su obra Eichmann en Jerusalén (1963). Arendt analizó el juicio de Adolf Eichmann, responsable de la logística del Holocausto, y concluyó que el mal no siempre es obra de figuras monstruosas, sino de individuos comunes que, al abdicar de su capacidad crítica, perpetúan actos atroces como parte de su rutina.
Esta reflexión sigue siendo actual de manera muy inquietante. La banalidad del mal no solo habita en la historia, sino en dinámicas sociales y decisiones contemporáneas. Desde desigualdades estructurales hasta crisis humanitarias, la complicidad silenciosa perpetúa injusticias que podrían transformarse con una mirada ética y un compromiso activo.
En el caso de Dominique Pelicot, esta banalidad se manifestó en la cotidianidad de un hogar convertido en escenario de violencia sistemática. Durante años, Pelicot drogó y sometió a su esposa Gisèle a abusos facilitados por una red de hombres comunes: obreros, enfermeros, bomberos, todos ellos cómplices de la deshumanización. El caso Pelicot evidencia cómo la falta de reflexión ética convierte a personas corrientes en ejecutores del mal y cómo la rutina puede normalizar la crueldad.
La crítica de Arendt también señala el papel de la burocracia como catalizador del mal. En el caso Pelicot, la inacción institucional permitió que los abusos se prolongaran durante años. Esta indiferencia también resuena en el caso Beatriz vs. El Salvador (2013). Beatriz, una joven de 22 años con lupus eritematoso, fue obligada a continuar un embarazo inviable (con feto anencefálico), pese al riesgo para su vida. La Corte Interamericana de Derechos Humanos hace pocos días, condenó al Estado salvadoreño por violar sus derechos, exponiendo cómo la rigidez burocrática antepone normas a la dignidad humana.
La dimensión tecnológica del caso Pelicot revela la evolución moderna de la banalidad del mal. Pelicot utilizó plataformas digitales para construir y sistematizar una red de agresores, lo que nos demuestra cómo las herramientas tecnológicas pueden amplificar dinámicas deshumanizadoras. De manera similar, las redes sociales actuales facilitan la propagación de odio y desinformación bajo el anonimato, lo que nos hace pensar que se necesita una revisión crítica de sus marcos legales y éticos.
Frente a esta realidad, Arendt propone el pensamiento crítico y la responsabilidad ética como antídotos. Gisèle Pelicot, al hacer público su caso, rompió con la indiferencia y trasladó la vergüenza al bando de los agresores. Su abogado tomó como lema una frase de otra Gisèle—la abogada y feminista Gisèle Halimi—“Es hora de que la vergüenza cambie de bando”. Estas palabras se convirtieron en un acto de resistencia que exige transformar la indiferencia en acción. De manera similar, el fallo de la Corte IDH en el caso Beatriz representa un reconocimiento institucional de las violencias estructurales y la urgencia de abordarlas desde los derechos humanos.
Los casos Pelicot y Beatriz subrayan la necesidad de cuestionar los sistemas que perpetúan el mal. Ambos muestran cómo la falta de reflexión ética y la obediencia ciega a las normas pueden derivar en consecuencias devastadoras. Sin embargo, también revelan el poder transformador de la resistencia y el pensamiento crítico.
La banalidad del mal no es solo un fenómeno histórico, sino un recordatorio constante de los peligros de la inacción. Si bien todos somos vulnerables al conformismo, también tenemos la capacidad de elegir un camino distinto. Denunciar irregularidades, cuestionar políticas discriminatorias y apoyar activamente a las víctimas son pasos esenciales para romper el ciclo de la indiferencia. El compromiso con la justicia sigue siendo una herramienta indispensable para combatir la normalización del mal. Los casos Pelicot y Beatriz nos invitan a repensar las estructuras de poder y a abocarnos en la construcción de sociedades donde la dignidad humana sea el eje central.