La biblioteca de don Emilio
¿desaparecerá?

<p>La biblioteca de don Emilio <br/>¿desaparecerá?</p>

REYNALDO R. ESPINAL
Todos los (as) dominicanos (as), y máxime aquellos que tenemos inclinación por los estudios históricos, somos deudores de los desvelos historiográficos de Don Emilio Rodríguez Demorizi.

Así como en España resultaría un esfuerzo imposible comprender cabalmente su pasado sin las investigaciones de Menéndez y Pelayo , Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz o Don Américo Castro, por sólo citar algunos casos emblemáticos, cuyo mérito, cabe decir, quieren hoy negar algunos pseudos historiadores mal llamados “progresistas”, no me imagino el esfuerzo de penetrar en los intersticios de nuestra historia Colonial y Republicana sin tener de Vademécum los trabajos de nuestro más grande compilador histórico.

Sus más de cien títulos publicados-, creo que en la cifra coinciden José Israel Cuello y Ángela Peña, quienes a raíz de su fallecimiento hicieron un meritorio esfuerzo de exhaustivo levantamiento bibliográfico de su obra, constituyen la expresión elocuente de quien ha sido, sin duda, hasta la fecha, el dominicano más apasionado por desentrañar documentalmente nuestro pasado.

Por lo antes dicho creo que se justifica la preocupación que muchos sentimos por el destino final de la biblioteca de Don Emilio, la que, como es sabido, alberga tesoros bibliográficos alusivos a nuestro pasado, inexistentes en otras bibliotecas particulares y nacionales. La aprensión de que me hago eco guarda continuidad con un trabajo que al respecto, data ya de unos meses, publicara el laureado escritor Andrés L. Mateo , si mal no recuerdo, en “Clave Digital “.

Durante su dilatada carrera diplomática Don Emilio buscó y rebuscó los rastros de nuestro pasado doquier estuvo, ya fuese en Roma o en España, y estaba al día de todo lo que se publicaba sobre nuestra historia en otras latitudes, dado que como Director del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, posiciones que ocupó durante muchos anos, se esforzó por mantener un ininterrumpido servicio de canje con todas las academias e instituciones culturales del mundo iberoamericano.

Esto he podido comprobarlo personalmente para el caso de España, en cuyas principales bibliotecas es posible encontrar, prácticamente, todo lo que publicaba la Academia de la Historia y el Archivo, política que se descuidó durante mucho tiempo, y que me consta, las nuevas autoridades del Archivo y la Academia han vuelto a recuperar a pesar de las naturales limitaciones presupuestarias de que disponen para ello.

Y es que el final de la mayoría de nuestras bibliotecas personales es trágico y sombrío. ¿Puede alguien suponer que en la Biblioteca Nacional se conservan íntegras las bibliotecas particulares de Peña Batlle, Julio Ortega Frier o Don Américo Lugo?

Nuestra triste historia demuestra que si antes de morir el propietario de una biblioteca no deja descendientes amantes de la cultura o las dona en vida, tal como hizo Balaguer, las mismas desaparecen por incuria.

Ello explica el vacío que existe en nuestra legislación cultural al respecto, vacío que puede subsanarse si existe voluntad política. Basta que el Presidente emita un Decreto declarando de “Interés Nacional “ las bibliotecas particulares que, como en el caso, de la de Don Emilio, constituyen un patrimonio documental imprescindible para el acervo cultural nacional. Ello comportaría, como es lógico, una erogación presupuestaria para satisfacer dignamente al propietario o sus familiares. Ignoro si el proyecto de “Ley General de Archivos y Bibliotecas” en que han trabajado con tanto ahínco Roberto Cassá, Raymundo González y un valioso grupo de especialistas, dentro y fuera del Archivo General de la Nación, contempla alguna solución legal al respecto. Ojalá que sea así, pues no se trata sólo de la Biblioteca de Don Emilio. Muchas otras bibliotecas particulares de incuestionable valor corren el riesgo de desaparecer si no se procura con urgencia una solución al respecto.

No sé si con este artículo estoy arando en el mar ante la indolencia de un Estado que concede más prioridad a una fosa de varilla y cemento llamada “Metro” que al gasto en salud y educación. Pero tal vez el mismo contribuya a evitar,- ¿acaso una ilusa y romántica pretensión?-, el descorazonador espectáculo de ver valiosos tesoros bibliográficos vendidos a destajo en la calle El Conde.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas