Tuve la oportunidad de ver Origen (Inception), la última película de Christopher Nolan -el director de Batman: El caballero de la noche-, protagonizada por Leonardo DiCaprio. Se trata de un film lleno de acción y efectos especiales y cuyo argumento consiste en que un grupo de ladrones se introduce en los sueños de las personas a fin de llegar hasta una idea que esconden en su subconsciente para, así, poder robarla.
Un día, un empresario japonés decide contratar a esta banda para hacer todo lo contrario, no tanto para robar una idea, sino más bien para plantar una en el subconsciente de un competidor suyo. El procedimiento para hacerlo, denominado sueño compartido, se instrumenta mediante un aparato portátil que funciona como una inyección intravenosa a la persona cuya mente se quiere penetrar. A través de este proceso, el grupo de Cobb (DiCaprio) puede controlar determinados aspectos del sueño. Sin embargo, esta dimensión subconsciente es vulnerable a la contaminación de elementos psicológicos de los espías, y especialmente peligroso para Cobb, cuya esposa despechada, Mal (Marion Cotillard) parece estarlos persiguiendo.
Aunque Slavoj Zizek nos advierte contra los peligros de tomarse en serio el fundamento filosófico de películas como Origen y de proyectar en ellas refinadas distinciones filosóficas o psicoanalíticas, el propio filósofo entiende que es interesante, sin embargo, leer estas películas como si dieran cuenta, en sus mismas inconsistencias, de los antagonismos de nuestros dilemas ideológicos y sociales. Y no es que la película no dé tela suficiente para cortar variados argumentos filosóficos, literarios, psicoanalíticos y hasta teológicos.
Por citar solo algunos: Cobb debe rescatar a Mal del Inframundo como Orfeo debió hacerlo con Eurídice; Adriadne (interpretada por Ellen Page) debe diseñar la salida del laberinto onírico creado como Ariadna debió salir con un hilo del laberinto para escapar del minotauro; los diferentes niveles del subconsciente a que hace referencia la película nos recuerdan los estadios para las almas en el Infierno de Dante; uno de los miembros del equipo de Cobb, Yusuf, que es José en árabe, se refiere al hijo de Jacobo, personaje bíblico que tiene el don de interpretar los sueños; y, en fin, la penetración de los sueños trae a colación las teorías de Freud y Jung sobre la conciencia alterada y la mente colectiva.
A Armando Almánzar no le parecerá nada original una película dedicada al tema de los sueños cuando precisamente Hollywood es conocido como la fábrica de los sueños. Y es que todo en el cine, con la inmersión de los espectadores en una sala oscura donde se proyectan coloridas imágenes, nos recuerda al mundo onírico. No es casual, por tanto, que Origen no sea la primera película que aborde el tema. El mago de Oz (1939), Pesadilla en la Calle Elm (1984), Total Recall (1990), La escalera de Jacobo (1990), Doce Monos (1995), Abre los ojos (1997), y Matrix (1999) confirman la aseveración.
De todos modos, Origen revela que, tal como lo advirtió Foucault, nuestro destino es la biopolítica, es decir, ser una especie viviente en un mundo viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, una salud individual y colectiva, fuerzas que se pueden modificar. Si alguien lo duda que observe el dominio sobre el genoma, el desarrollo de máquinas inteligentes, las biotecnologías, la posibilidad de crear vida artificial, los experimentos para controlar la mente de las personas, los interfaces cerebro-computadora y los implantes de microchips en la piel y en el cerebro.
Por eso, al lado de estos desarrollos, el laboratorio de tortura sicológica que Ewen Cameron instaló a principios de los 50 con financiamiento de la CIA, y al cual se refiere Naomi Klein en su libro sobre el capitalismo del desastre, luce sencillamente prehistórico. Sin ser un iluso teórico de la conspiración ni un fervoroso lector de Apocalipsis 13 (16-18), es obvio que lo que presenciamos más que la banalidad del mal es el mal de la banalización. De ahí que lo que intranquiliza de Origen es que no intranquiliza a los espectadores. Lo que no sorprende a la luz del autismo moral de la excepción permanente en que vivimos y en el que el fin justifica los medios.