La boca de un volcán apagado

La boca de un volcán apagado

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
¿Sabía usted, Dihigo, que en esta ciudad nació Paul Lafargue, el revolucionario francés autor de El derecho a la pereza? Lafargue estuvo casado con Laura Marx, hija de Karl Marx. La abuela de Lafargue fue una mulata de Nueva Orleáns.

De su yerno dijo Marx: «no me dejará tranquilo hasta que no le rompa su cabeza de criollo». Dicen que el son surgió aquí  en Santiago y después viajó a La Habana. Lo inventaron unas hermanas negras de la isla de Santo Domingo.   ¿Cómo supo usted esas cosas?   Siempre busco datos acerca de los lugares que me propongo visitar; desde hace años quería venir a Santiago de Cuba. Ladislao caminaba tranquilo por una calle asfaltada y limpia, con casas alineadas a lo largo de una calzada de cemento.   Estamos a dos cuadras de la notaría, informó Dihigo. Ambos hombres siguieron andando juntos hasta cruzar una esquina en la que detuvieron el paso. ¿Por qué hay tantos niños en la calle? ¿Por qué no están en la escuela a estas horas del día?   Están jugando y, a la vez, tratando  de ganar algo con los visitantes extranjeros; es sorprendente que aun no le hayan abordado a usted. Desde el hotel hasta acá hemos atravesado casi ocho cuadras. Distancia más que suficiente para que estos jovencitos hicieran preguntas y ofrecieran sus servicios como guías turísticos.

La casa tenía una sola puerta de entrada. El dintel y las jambas presentaban las piedras al descubierto. La puerta estaba abierta, lo cual hacía más visibles las grandes bisagras anticuadas. Pero había un biombo que no permitía mirar el interior de la oficina desde la calle. Ladislao leyó en voz alta: Licenciado Hortensio Ruiz Medallón, Notario Público. El letrero, pintado sobre un cristal opaco con gruesos caracteres negros, parecía empotrado dentro del biombo. Al poner el pie en el escalón noté que era de una madera preciosa, pulida y lustrada. La penumbra del saloncito no dejaba distinguir claramente los objetos y muebles que había en él.   Siéntese aquí, doctor Ubrique; iré a avisar a Menocal; creo que Valdivieso no tardará en llegar, añadió Dihigo amablemente. Ladislao se sentó en una butaca de enormes brazos obscuros; el fondo del asiento y del respaldo relucían, tapizados con pajilla tejida en diminutos cuadros. La luz se difundía en la sala por ambos lados del biombo. Enfrente, al lado de una puerta, el húngaro topó con un cuadro al óleo de considerable tamaño: se trataba de un personaje de mirada serena, peinado cuidadosamente, metido en un traje de rayas entreabierto, del que asomaba un chaleco y la cadena de un reloj. Detrás del personaje se veía un estante lleno de libros, todos colocados en orden estricto. Las paredes, alrededor del salón, estaban tapadas por armarios con puertas de cristal. Dentro de ellos había colecciones empastadas de boletines judiciales.

Dihigo regresó al salón acompañado de un extraño. Era un hombre de unos cuarenta años, flaco, en mangas de camisa, con una corbata negra; en sus manos tenía las gafas que limpiaba con el extremo de la corbata.   Mucho gusto en conocerle, señor Ubrique; soy el licenciado Menocal, notario de los de Santiago de Cuba. Valdivieso me ha llamado para explicarme su interés en conocer el legajo de la señora Marguerite de Bertrand, depositado aquí bajo custodia del licenciado Ruiz Medallón. Ha estado en caja fuerte por casi cuarenta años. Creo que desde la caída del gobierno del Presidente Prío Socarrás. Conversemos un poco antes de pasar a mi despacho; he enviado al tribunal la instancia de rigor solicitando la apertura oficial del legajo. Ya prescribió; afortunadamente, ningún familiar ha reclamado los documentos. Necesito, por supuesto, la hoja certificada por el tribunal autorizando la rotura del sello original. Cuando regrese el mensajero ustedes serán testigos y así lo haré constar en el acta.

  Licenciado Menocal, tengo años soñando con el momento de escuchar la lectura del testimonio directo de «la señora francesa de Santo Domingo», quien es, al mismo tiempo, «la mujer de Santiago de Cuba», «la dama de la Sierra Maestra», profesora de bailes rusos, esposa del hijo del jefe de la policía, madre doliente de un «desaparecido». No habría llegado nunca hasta aquí de no ser por la ayuda de bayamenses y habaneros de buena voluntad. Todo lo que sé de esta mujer lo he sabido indirectamente, a través de otros: periodistas, archiveros, ancianos con buena memoria, presunciones de mujeres avispadas. Nadie ha podido contarme cómo escapó Marguerite de Bertrand de la guerra civil en Rusia, en los años 1918 y 1919. Estoy más ansioso que un estudiante a la hora de un examen de fin de año lectivo.

  Señor Ubrique: así como ha tenido usted colaboración de habaneros y bayameses, ahora la tendrá también de nosotros en Santiago de Cuba. Dihigo y su familia son gentes de extrema confianza para mis padres; Valdivieso, como debe saber, es mi primo. Los documentos sellados que se abren por orden judicial han de ser leídos en presencia de testigos. Usted podrá apuntar todo cuanto sea de valor para su trabajo.  ¿Licenciado, ese retrato es de Ruiz Medallón?   Sí señor; fue el fundador de esta escribanía. Por cierto, junto con el legajo hay una carta de Ruiz Medallón. No ha podido abrirse porque está dentro del paquete lacrado. Lo hemos sabido porque aparece en el índice del archivo de documentos en caja fuerte.

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