EDUARDO JORGE PRATS
Mucho se habla en estos días de la necesidad de cerrar la «brecha digital». La expresión hace alusión a la diferencia socioeconómica entre aquellas comunidades que tienen internet y las que no, así como a las distinciones que emergen entre los grupos sociales conforme su capacidad de utilizar eficazmente las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), la cual corre paralela con los diversos niveles de alfabetización y capacidad tecnológica. Proveniente del inglés «digital divide», este término refiere a la brecha que se produce entre «conectados» y «no conectados» si no se superan, a través de inversiones públicas en infraestructuras y ayudas a la educación, las graves diferencias entre territorios, razas, etnias, clases y géneros. La «fractura digital» -como también es conocida- alude, además, al «analfabetismo digital», el cual consiste en la escasa habilidad de una gran mayoría de personas para manejar las herramientas tecnológicas de computación.
Nadie duda de la necesidad impostergable de emprender acciones específicas desde el Estado para cerrar esta brecha digital. Es más, la posibilidad de la República Dominicana competir exitosamente en los mercados globalizados depende de qué tan rápido cerremos esta fractura. Por eso, hay que aplaudir cuantos esfuerzos despliegue el gobierno dominicano para fortalecer la capacidad tecnológica del Estado, establecer mecanismos de gobierno electrónico, ampliar el servicio universal de las telecomunicaciones, apoyar la educación en todos los sentidos y mejorar sensiblemente la capacidad de los sectores poblacionales empobrecidos de utilizar efectivamente las TIC.
Ahora bien, tan importante como cerrar la brecha digital es combatir la fractura institucional que existe entre la República Dominicana y el resto de América Latina y el Caribe. Esta brecha refiere a las deficiencias institucionales del Estado, a la preeminencia de un Estado salvaje, que se conduce en violación a la Constitución y a las leyes y que, por acción u omisión, no hace realidad el mandato constitucional que asigna como finalidad principal del Estado la protección efectiva de los derechos individuales y sociales de las personas (Artículo 8).
Las taras institucionales del Estado fueron ignoradas durante mucho tiempo por los economistas, tanto de derecha como de izquierda. Para los economistas conservadores y neoliberales, el Estado es una carga que entorpece el funcionamiento de la mano invisible del mercado. Para los economistas de izquierda, si bien el Estado es clave para lograr acciones sociales redistributivas, estas acciones pueden llevarse a cabo al margen de los marcos institucionales pues, a fin de cuentas, lo que importa, más que la superestructura y los derechos formales, es la infraestructura socioeconómica y los derechos sociales reales. Hoy se sabe, sin embargo, que allí donde no se garantizan los derechos económicos y la seguridad jurídica no prospera la economía de libre mercado y que, donde no existe un Estado de Derecho y tribunales independientes, no es posible institucionalizar el Estado Social y la tutela de los derechos sociales fundamentales.
Por eso, hoy, tanto los economistas de izquierda como los de derecha toman en serio el marco institucional del Estado y la garantía de los derechos fundamentales de todos. Y es que sin un marco institucional adecuado, no es posible atraer, mantener y aumentar la inversión nacional y extranjera ni garantizar el acceso de los más pobres a los bienes sociales básicos. De ahí que la agenda de la institucionalidad es el eje transversal del Estado de Derecho y del Estado Social y de las reformas estructurales para la competitividad, el desarrollo económico y la gobernabilidad.
Hoy las naciones compiten no solo con salarios bajos, recursos naturales y condiciones macroeconómicas estables, sino también en base a instituciones capaces de garantizar las libertades individuales y sociales. De ahí que cerrar la brecha institucional es una cuestión de pura subsistencia en mercados cada día más integrados y globalizados. Llevar el Estado a su propia legalidad es, en consecuencia, una tarea país que debe unir a todos los partidos y a todos los sectores de la vida nacional. Parte esencial de esta tarea consiste en la elaboración y aprobación de una Ley de la Administración Pública, una Ley Procesal Administrativa y una Ley Procesal Constitucional. El fortalecimiento institucional del Estado es el gran reto de los dominicanos, pues gobernar también es institucionalizar.