Desesperada, ella buscaba ayuda. Ya no sabía dónde ir. Tenía años detrás de la clave de la felicidad pero, cuando creía encontrarla, se desvanecía como el agua entre sus dedos. ¿Por qué es tan difícil de atrapar?, se preguntaba cada vez que la felicidad se marchaba detrás de su último amor, de ese logro que tardó años en alcanzar o del éxito que la sorprendía de tanto en tanto.
Un buen día, sentada frente al mar, entendió que debía hacerse al mundo en busca de su gran sueño: encontrar la felicidad en cualquier rincón. Saldría de la isla, para comenzar, porque le parecía imposible que en un lugar tan pequeño encontrara lo que buscaba: en un continente, grande, sería mucho más fácil.
Fue así que se marchó a Europa y recorrió unos tantos países. Pero era diciembre y el frío la desconsoló: su alma caribeña no toleraba esas temperaturas. Entonces regresó a América y anduvo por diversos parajes, donde tuvo momentos de alegría pero no encontró la felicidad.
Años después volvió a su pedazo de isla. Frustrada y convencida de que había fracasado, decidió olvidar la felicidad. Una tarde, sin embargo, sucedió algo sorprendente: fue a un museo y encontró una instalación: “Laberinto de la felicidad”, se titulaba. Al entrar, pensó que se perdería para siempre: dio vueltas, muchas, pero solo encontró espejos; en el laberinto no había nada más.
-Me han timado, dijo al salir.
Y una voz le contestó: “no, nadie te ha timado”. El laberinto te mostró la clave de la felicidad. ¿No viste nada cuando entraste ahí?
– Solo estaba yo…
– Ahí está tu respuesta.