POR JESÚS DE LA ROSA
Efraín Castillo apuraba un café en «El Sublime» acompañado de unos amigos. El establecimiento estaba lleno de parroquianos y, debido al calor asfixiante, todas sus puertas y ventanas permanecían abiertas. Un aparato de radio conectado a unos altoparlantes estaba encendido a todo volumen y la voz metálica de Elena Santos se escuchaba en las calles.
La música a menudo era interrumpida para dar paso a boletines de noticias: ¡Atención, Mucha Atención, Pueblo Dominicano¡ ¡Se espera de un momento a otro la llegada al país del Presidente Constitucional de la República profesor Juan Bosch! ¡ El personal militar de la Base Naval de Las Calderas manifiesta su apoyo al orden constitucional! ¡El general Elías Wessin y Wessin está derrotado! Hablando a voces para hacerse oír de la concurrencia, Efraín Castillo sopesaba las consecuencias de la derrota de las tropas de San Isidro en la batalla del Puente Duarte. Les decía a sus contertulios que para terminar de aplastar a los golpistas de San Isidro los militares constitucionalistas debían entregarles armas a los militantes de partidos de izquierda y a los miembros de los sindicatos que apoyaban el regreso al poder sin elecciones del depuesto presidente Juan Bosch. Una vez más, la voz de la radio interrumpió la música: ¡ Atención! ¡ Atención! El comandante de los hombres ranas Montes Arache acaba de cursar un llamado urgente a sus comandos para que inmediatamente se reporten al lugar acordado. ¡Coño, ahora es que se va a saber si el gas pela! gritó uno de los presentes, mientras se encaminaba a una de las puertas de salida esgrimiendo una pistola.
Efraín Castillo se dirigió al local de UNACHOSIN de la calle Jacinto de la Concha, donde los dirigentes del poderoso y politizado sindicato de chóferes organizaban un comando. Cuando Efraín llegó ya eran cientos los trabajadores del volante que se encontraban allí. Los altoparlantes colocados a la entrada aventaban las últimas noticias: ¡Los policías cascos blancos apoyan a los golpistas de San Isidro! ¡Armas para el Pueblo¡ ¡Qué Viva Juan Bosch!
Efraín Castillo se halló encajonado en un pasillo estrecho lleno de personas que reclamaban armas. Sin poder avanzar ni retroceder, el rugido de la muchedumbre lo ensordeció. Los chOferes afiliados a UNACHOSIN proclamaban a qué habían venido y por qué estaban allí: ¡Armas para el pueblo! ¡Armas para el Pueblo¡ Al principio, los gritos le llegaban desordenadamente. Parecía que sólo dijeran a-a-a-a-a- cinco veces seguidas, luego hacían una pausa y enseguida repetían el rítmico grito: ¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!
Efraín Castillo logró abrirse paso hasta encontrarse con un joven teniente constitucionalista a quien le pidió un arma ¿Es usted veterano? le inquirió el oficial no contestó Efraín entonces no puedo dársela le dijo el oficial.
Al salir del local de UNACHOSIN Efraín Castillo se fijó en unos hombres repartidos en pequeños grupos. En cada grupo había un militar constitucionalista armado con un fusil que los instruía en el manejo del artefacto. Los civiles se peleaban por empuñarlo, por ver cómo era eso de apuntar y apretar el gatillo.
Una multitud avanzaba por la calle Las Damas entre gritos de triunfo detrás de varias unidades de blindados y de una compañía de soldados constitucionalistas. En la calzada del Palacio del Arzobispado un joven teniente instruía a unos soldados sobre el manejo del mortero 81. Era que esa mañana el alto mando constitucionalista había dispuesto el asalto al último bastión wessinista situado en la ribera oeste de la ría Ozama: la Fortaleza.
El mayor Juan Lora ordenó abrir fuego contra una de las puertas de entrada de la Fortaleza. El tanque AMX disparó. Un jovenzuelo que se encontraba muy cerca del blindado comenzó a dar gritos de dolor: las orugas del tanque le habían aplastado los pies.
Encogido sobre sí mismo, pues las balas de ametralladoras silbaban sobre su cabeza, el poeta Miguel Alfonseca se arrojó detrás de una tapia del jardín. Una compañía de soldados constitucionalistas se disponía a asaltar la Fortaleza Ozama. Un batallón de policías cascos blancos se encontraban dentro del fortín, aislados, sin contactos con el exterior. Por medio de altoparlantes los oficiales constitucionalistas que dirigían el ataque conminaban a los agentes sitiados a rendirse. El comandante de las tropas policiales coronel Manuel Valentín Despradel Brache, y su segundo al mando, mayor Robinson Brea Garó, aunque confiados, no tenían ningún plan de acción concertado con los demás cuarteles policiales, los cuales, por demás, ya habían caído en manos de los constitucionalistas.
Al medio día, se recrudeció el ataque de los constitucionalistas, comenzó el asalto a la Fortaleza. Los policías cascos blancos situados en la primera línea de defensa cayeron abatidos por las ráfagas disparadas por las ametralladoras 50 emplazadas en los edificios localizados por los alrededores del fortín. Los morterazos eran cada vez más próximos y frecuentes. Se escuchaban los gritos horrísonos de los policías encerrados. El ataque de los constitucionalistas se detuvo unos minutos para volver a recobrar su furor. Miguel Alfonseca no salía del asombro ante lo que estaba viendo: una inmensa masa de soldados y civiles que avanzaban juntos hacia el interior de la Fortaleza como un ariete le recordaba al poeta la toma de La Bastilla. Las ametralladoras 50 seguían tableteando y abatiendo policías. Más soldados y civiles seguían penetrando a la Fortaleza. Los policías seguían resistiendo. Un tanque AMX centraba su fuego contra la Torre del Homenaje. Decenas de policías trataban de escapar por las puertas de la Fortaleza Ozama que daban a la aduana perseguidos de cerca por militares constitucionalistas. Se oían gritos y clamores dentro de la Torre. Era una orgía de sangre y una espantosa carnicería. Empujando y recibiendo empujones, el poeta subió por las esclaras de la Torre del Homenaje que se encontraban cubiertas de cuerpos de policías casco blancos, algunos de los cuales se debatían y resbalaban en su propia sangre. El patio de la Fortaleza Ozama se llenó de hombres y mujeres del pueblo que gritaban y corrían enarbolando fusiles. Todavía algunos policías seguían disparando contra la multitud congregada en el patio del fortín. Desde la Torre del Homenaje, los militares constitucionalistas arrasaron con fuego de ametralladoras los últimos bolsones de agentes policiales que resistían. Los que quedaron vivos optaron por rendirse.
Algunos policías cascos blancos que habían logrado salir de ese infierno buscaban afanosamente la manera de atravesar el río Ozama con el propósito de internarse en Villa Duarte. Los constitucionalistas apostados en la Torre del Homenaje les disparaban ráfagas de ametralladoras y los intimaban con fuego de mortero. El comandante de los cascos blancos se encontraba allí, junto a sus hombres tratando de salir del asedio. De repente fue alcanzado en uno de sus glúteos. Decidió tirarse al río. Varios policías lo siguieron. Los tiburones dieron cuenta de algunos de ellos.
Un oficial constitucionalista narra lo sucedido: Hasta entonces, los policías cascos blancos no habían dado señales de hostilidad hacia los militares constitucionalistas. Por ello, nos tomó de sorpresa el hecho de que el 28 de abril una guagua celular saliera de la Fortaleza para atacar a un contingente de tropas constitucionalistas apostado en la calle Arzobispo Nouel, entre las calles Pina y Espaillat. Ese vehículo fue rápidamente inmovilizado, sus cristales rotos y sus neumáticos desinflados. Todos sus ocupantes murieron en la acción. Fue ese incidente lo que provocó que el alto mando constitucionalista dispusiera para el otro día el asalto a la Fortaleza Ozama defendida por dos batallones de policías cascos blancos. Para la conquista de la Fortaleza Ozama dispusimos de una unidad de blindados y de una compañía de infantería. Cientos de civiles nos acompañaron en esa acción como si de una romería se tratara. Para acabar con la resistencia de los policías cascos blancos bastaron varias andanadas de tanques y repetidos ataques con fuego de mortero y de ametralladoras 30 y 50. En el ataque murieron muchos policías cascos blancos y centenares de ellos fueron tomados prisioneros. Con las armas capturadas pudimos habilitar un batallón de veteranos incorporados al movimiento.
El capitán José Ruiz, de la policía de cascos blancos, recuerda que en esos días no podía conciliar el sueño. Era que estaba seguro de que la Fortaleza Ozama iba a ser asaltada por fuerzas militares constitucionalistas y que ellos, los agentes, además no contar con suficientes medios, no estaban entrenados para combatir contra tropas regulares. Lo de ellos era bregar con estudiantes, someter al orden a los huelguistas y maltratar a ciudadanos indefensos.
Hacía dos días que el capitán Ruiz no ingería alimentos. En un momento de desesperación, el oficial creyó ver un helicóptero que dejaba caer en el patio de la Fortaleza sacos llenos de panes como si se estuviese repitiendo el episodio de Jehová con los israelitas en el desierto de Sinaí. Los impactos de la artillería constitucionalista lo volvieron a la realidad. Entonces vio caer a varios de sus compañeros abatidos por el fuego de las ametralladoras 50 y 30 emplazadas en los edificios cercanos al fortín. Sabía que nada podía hacerse para repeler el ataque; que estaban rodeados y colocados a la defensiva; y que no les quedaba otra alternativa que no fuera la de tratar de evadirse de ese infierno.
Cuando los primeros efectivos constitucionalistas comenzaron a penetrar por las dos puertas de la Fortaleza que dan a la calle Las Damas, el capitán Ruiz dispuso que todos los policías bajo su mando se encaminaran en dirección a las murallas que daban al sur con la idea de salir en dirección al muelle. El capitán Ruiz fue uno de los pocos que pudo escapar de aquel infierno y observar desde lejos la cacería desatada contra muchos de sus hombres.
La caída de la Fortaleza Ozama impulsó a dirigentes de partidos políticos de derecha y a ciertos comerciantes y empresarios locales relacionados con la Embajada de los Estados Unidos a solicitarle al embajador estadounidense acreditado en Santo Domingo la protección del gobierno de los Estados Unidos. Ya el presidente Lindon B. Jhonson había recibido en su despacho de la Casa Blanca un telegrama de su embajador en Santo Domingo informándole que la situación en ese país se encontraba fuera del control de sus autoridades y que las fuerzas del orden público ya no estaban en capacidad de garantizar la vida ni los bienes de los ciudadanos.
A las 7 de la noche del 30 de abril de 1965 el mandatario estadounidense anunció desde Washington que le había ordenado a su secretario de defensa disponer de las tropas que fueran necesarias para salvaguardar la vida de los cientos de ciudadanos norteamericanos y de otras nacionalidades que residían o se encontraban de visita en la República Dominicana de suerte que fueran escoltados con seguridad a su regreso a los Estados Unidos. Se trataba de un juego diplomático para maquillar el hecho de que en la madrugada del 28 de abril de 1965, 42 mil infantes de marina de la Armada estadounidense habían desembarcado en la República Dominicana.