La Cámara de Diputados
como espacio democrático

La Cámara de Diputados <BR>como espacio democrático

Las instituciones no operan en el vacío de las normas sino que despliegan su actividad en un contexto histórico determinado. Por eso, no podemos tener una imagen cabal de ninguna institución, por lo menos una que permita entender su real y efectiva operatividad, al margen de su evolución histórica.

Es por ello que hay que aplaudir con fuerza y sincero entusiasmo la iniciativa de la Cámara de Diputados y de su presidente, el licenciado Julio César Valentín, de auspiciar la obra “Historia de la Cámara de Diputados, Tomo I, 1844-1978” de la autoría de los eminentes historiadores José Chez Checo y Mu-kien Adriana Sang Ben.

Esta obra es valiosísima no solo por sus aportes para el conocimiento de la historia legislativa dominicana sino, además, porque nos convoca a tomar nota de un dato que ha pasado inadvertido para muchos y que remarca Sang Ben al analizar el rol de la Cámara de Diputados durante lo que José Israel Cuello ha bautizado como “la más larga transición a la democracia en América”, es decir, el período 1961-1978, y que Chez Checo señala en la introducción al libro: “la Cámara de Diputados tiene el importantísimo papel de ser el equilibrio y la representación de las voces calladas en cada rincón de la tierra”.

Esto es tan cierto que, aún en los períodos más oscuros de nuestra vida republicana, como los 12 años de Balaguer, la Cámara de Diputados juega ese rol fundamental de dar voz a los que no tienen voz. Como señala Sang Ben, la Cámara de Diputados, en ese período, “si bien jugó el papel designado de ser el sello aprobador de las iniciativas presidenciales, no menos cierto es que en determinados momentos sus legisladores actuaron por cuenta propia y convicción. Este caso se produjo no solo con los opositores, sino también dentro de las filas del reformismo. Esto así quizás porque la Cámara de Diputados, por el voto proporcional, normalmente termina teniendo una pluralidad en la representación, algo que no siempre se da en el Senado. Esto permite que, mientras en el Senado el Ejecutivo tenga una mayoría que lo complace, en la Cámara de Diputados hay la oportunidad de oponerse a sus designios y voluntades. Ese es el poder del bicameralismo: ser catalizador de las pretensiones de dominio de los poderes absolutos”.

Este rol de la Cámara de Diputados se redimensiona con la reforma constitucional de 2010 pues, aparte de que se consagra la función fiscalizadora del Congreso y se incrementan sus atribuciones en general, al establecer la nueva Constitución las leyes orgánicas que se aprueban con una mayoría agravada y a las cuales se reserva las materias más importantes del ordenamiento constitucional, es en su seno donde deberán darse los pactos y los consensos entre mayorías y minorías que permitan alcanzar los dos tercios de los votos de los presentes, tal como quiere y manda la Constitución.

La Cámara de Diputados deberá forzosamente ser entonces espacio de deliberación, de ese diálogo fructífero al cual tanto tiempo y esfuerzo han dedicado sus precursores y cultivadores sistemáticos como es el caso de Monseñor Agripino Núñez Collado, con razón y propiedad bautizado Monseñor Diálogo; de esa discusión sin la cual perece la democracia y que tanto despreció el jurista conservador alemán Carl Schmitt cuando, con sorna abierta y descarada que anticipaba los tiempos oscuros del nazismo, se refería a la burguesía de la democracia parlamentaria como la “clase discutidora”; de esa legítima democracia pactada que, sin sustituir la soberanía popular y la representación política, tantos frutos ha dado en esta todavía incipiente pero cada día más madura democracia nuestra, como bien evidencian no solo la reforma constitucional recién aprobada sino también las decenas de leyes fundamentales, pasadas en democracia y en libertad en esa ágora que es nuestro Congreso y que han contribuido a modernizar el anacrónico y más que superado entramado legislativo que nos legó Trujillo y que únicamente esperan ser accionadas y activadas no solo por los políticos y el Estado, como siempre se reclama, sino también por ciudadanos y organizaciones que saben bien que los derechos y las instituciones no se regalan sino que se conquistan.

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