ENMANUEL RAMOS MESSINA
Lo que contaremos es una cosa que dicen que ocurrió en el siglo XVI, y nos parece que revivirla hoy día tiene cierta utilidad. Claro que ocultaremos dónde la leímos, para tapar nuestro plagio. Confesado el delito de cuello blanco sólo esperamos nos condenen con las usuales circunstancias atenuantes.
Ocurrió que en un pequeño poblado agrícola de esa remota época, la campana de la iglesita comenzó a «tocar a muerto», y como la muerte todavía es cosa importante, los pobladores soltaron sus utensilios y labores habituales, las comadres se persignaron, y como ahí estaban todos y no faltaba nadie, bien curiosos se acercaron a la iglesita. El difunto, en un ambiente de miseria extrema era «el derecho» (con minúsculas), un catre cubierto con unos ripios a modo de sábana; una sandalias sucias que esperaban pacientemente a su dueño, un fogón, una jumiadora y una tinaja vacía. La devastación la completaban una toga y un birrete azul desteñidos, colgando de clavo solitario. Los campesinos, al ver que no había pasado nada importante, se fueron sin persignarse.
Y como el muerto no tenía ni deudos ni simpatías, se desconoce quién lo enterró y dónde reposan sus restos. Demás está decir que en el entierro no hubo flores, ni panegíricos, ni discurso, ni padrenuestros. No hubo tristeza, al contrario, se regó una especie de liberación y unas cosquillas indetenibles de festejar algo. Al fin estaban libertados de la horca, la guillotina, de las sentencias y de las cárceles.
Después de la muerte intrascendente, el más decidido y más fuerte, alto y musculoso del poblado, comenzó a disponer a su manera de las cosas del sitio, su pulpería -pues era pulpero- y ocurrió que a su finquita de unas simples tareas, le comenzaron a engordar los límites, incorporando, no se sabe cómo, más y más tierras y áreas; y le engordaron toda clase de árboles frutales y vacas y chivos, etc. (y el etc, comenzó a abarcar más y más cosas…).
Lo curioso es, que lo que engordaba al pulpero empobrecía al pueblo y no se sabe cómo agrandó su casa donde mudó sus diez queridas recién inauguradas.
¡Que viva la libertad! ¡Abajo el Derecho!
Pero después el pulpero comenzó a dictar órdenes en todas las cosas que le salían del forro y vendía las libras con seis onzas menos y la yarda de tela se achicó, y ay! del que le mirara las vacas y las queridas, y mejor no hablar del que le ordenó sin autorización la vaca rucia, ni del difundo gallero que le mató su gallo cenizo en la gallera.
Y exigió pagos de toda índole, que hasta un extranjero se atrevió a decir que éstos parecían «impuestos». Y como él no sabía leer, prohibió el abecedario como artefacto pernicioso que corrompía las mentes, y recogió las novelas que meten amores peligrosos y sexo en la mente de los hombres y sobre todo en las púberes.
Quemó todas las cortes y estrados y los códigos y las togas, y trasladó el Cristo de los estrados al establo, para bien espiritual de sus vacas. Y declaró: «aquí la ley soy yo, y si alguien se opone que levante la mano»; pero todas las manos estaban juiciosamente en los bolsillos.
Dicen que esta historia ocurrió en el siglo XVI, pero nadie ha probado que lo que pasó no sigue pasando.
¿No será por eso que todavía sigue sonando tristemente la campana ronca de la iglesia, como para protestar por algo?