La cantinela de Sandra Acta

La cantinela de Sandra Acta

CARMEN IMBERT BRUGAL
El 27 de julio del año 2003 una conducción temeraria mató a un joven dominicano. Otra víctima del irrespeto a la ley, de la insensatez ciudadana que no se remedia con alcoholímetros ni restricciones de horario. Johan Enríque Pou Acta, no fue el primero ni será el último. El caso ha sido diferente porque hubo un proceso que concluyó ordenando la indemnización para los padres y la condena para el homicida. Desde el día del pronunciamiento de la sentencia número 3029- 2004, de manera constante, la madre de la víctima solicita su ejecución. El homicida sancionado está prófugo, las autoridades tienen consigo sus señas de identidad y el rumor público afirma que además conocen a sus protectores. Y nada ocurre.

Al orden público no le interesa el dolor ni brega con emociones. Así tiene que ser. El sufrimiento es privado.

Las emociones están divorciadas del Estado de derecho, en los lugares donde existe. Sandra Acta, la madre del occiso, lo sabe. Ella no quiere consuelo, jamás, y a ningún precio, lo obtendrá. Pretende que la decisión de un tribunal se cumpla, pero no lo consigue. Su actitud tiene un amparo impecable, indiscutible. No necesita más porque esgrime una sentencia. Con denuedo envidiable persiste, sin respuesta.

Un comentario por aquí, una entrevista por allá, un enojo acullá y la sentencia ingrávida, como pieza de colección, sin utilidad, como símbolo. El caso Pou Acta agrava la indefensión ciudadana y ratifica la percepción generalizada de ausencia absoluta de instituciones. Es la grosera impunidad en su máxima expresión. Una cuenta más del rosario conocido, que obligan a rezar en un entorno sin perspectiva.

La sensibilidad es innecesaria, sería un desatino requerirla, empero, es imperioso el simple cumplimiento de un mandato judicial. Y es inexplicable que no se haga.

¿Acaso el poder judicial no tiene categoría de grandes ligas? ¿Cómo se le asignará esa jerarquía? ¿Quién lo hará? En una provincia norteña, finalizando la década de los 60, una mujer atribulada atravesaba la oscuridad de la costa durante horas. Comenzaba en el este. Sin pausas, con pasos desesperados, recorría la playa, una y otra vez. Su rostro era una mueca, la túnica que cubría su cuerpo se confundía con el color y el vaivén de la enredada cabellera blanca. Miraba furiosa la inmensidad del Atlántico, le gritaba improperios, retaba el desorden de aguas con la fuerza que asigna el martirio. Exigía razones, demandaba la devolución de algo arrebatado, retenido sin su consentimiento.

En la comunidad decían que el mar embravecía cuando ella salía de su encierro para insistir con la petición. También afirmaban que aprovechaba las marejadas para hurgar en la arena y descubrir algún indicio entre restos de espuma, algas, cardúmenes desfallecientes, caracolas, atarrayas, mascarones y cualquier otro desperdicio. Los pueblerinos, tal vez para justificar su indiferencia o encubrirla, se referían a esa mujer como “la loca de la playa”. Una noche fue abandonada por la cordura. Enronquecida, por tantos quejidos y gritos, secuestrada por sus desvaríos, se cansó de esperar la recompensa y decidió buscar al hijo en las ignotas profundidades del agua. El suicidio fue comentado sin desconcierto, su tormento era rutina.

“La loca de la playa” nunca interpuso querella. El sujeto de su desventura es inimputable. No tuvo oportunidad de escuchar el alegato de un culpable o sopesar circunstancias para comprender su desgracia, aunque no la aceptara. Tampoco obtuvo un fallo, ni pudo exigir el cumplimiento de una condena. Arrastró su padecimiento, exigiéndole al mar clemencia para aliviar una congoja inenarrable, sin disputa.

Sandra Acta no está retando la fantasía ni aspira convertirse en “la loca de la playa”, está exponiendo las miserias de un sistema que no funciona. Pronto molestará. Su palabra será cantinela incómoda, imprudente. Provocará hastío y añadirá más vergüenza al imposible intento de institucionalidad.

Ella no le implora al mar el retorno de su hijo. La esperanza de escucharlo o verlo sonreír es una quimera. El muchacho no vuelve. Está muerto. La reparación del daño se tradujo en una indemnización y el aspecto penal fue satisfecho con la prisión ordenada, después de evaluar los hechos durante el proceso. En buen derecho, con o sin intervención de los particulares afectados, las autoridades competentes están obligadas a cumplir y hacer cumplir lo dispuesto por las leyes.

Sin interferencia. ¿Por qué no lo hacen? Reconfirmar el porqué evitaría que, algunos ilusos, todavía ignoren las causas del caos, de la violencia, del desacato irreparable que agobia al colectivo, sin solución inmediata y sin mortificación alguna. Que nadie confunda compasión con orden público. La tenacidad de Sandra Acta no merece sollozos, amerita lamentar cuánto nos falta para conocer las ventajas del Estado de derecho. Las instancias oficiales deben ponderar la posibilidad de un sacrificio similar al de la “loca de la playa”, podrían encontrar, en el insondable fondo del océano, el poder cedido.

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