La carta interminable

La carta interminable

V

En la calle Luperón de la ciudad colonial de Santo Domingo vivía, en los años cincuenta, un viejo con una dentadura postiza siempre a punto de salírsele de la boca. Se sentaba en la puerta de su casa a saludar a todos los vecinos que pasaban; sonreía, e inmediatamente se llevaba la mano a la boca para acomodar la dentadura. No sé cuantos años tendría; pero era un viejo muy viejo. Una señora, residente dos viviendas más allá del viejo, decía: “él mismo ya no sabe cuántos años tiene”. Completaba la información añadiendo: “le han dado la extremaunción dos veces; la muerte no ha podido llevárselo”.

Otra señora, también una vieja muy vieja, decía: “ese hombre ha recibido todos los sacramentos; algunos un par de veces; él podrá morir en paz”. Era entonces un niño y oía estas cosas como quien escucha el ruido de un motor; pero un año después pregunté por “el viejo de la caja de dientes”. Me explicaron que salía poco y aun vivía, con auxilio de muchos medicamentos. Supe que había sido agrimensor en su juventud; que estuvo casado con una mujer devota que le dio tres hijos. Al enviudar, decidió entrar en el seminario a estudiar teología. Fue ordenado sacerdote y nombrado párroco de una iglesia de provincia.

El viejo, bautizado en la niñez, estuvo casado y después fue consagrado sacerdote. Había recibido “todos los sacramentos”. Además, dos veces le pusieron “los santos óleos”. Era respetado por todo el mundo en el barrio. Lo de la dentadura, claro, daba risa; pero no se burlaban demasiado del viejo; lo saludaban y él respondía con bendiciones. Algunas personas le pedían hacer oraciones por familiares enfermos. Era un hombre que había “toreado la muerte” en varias ocasiones.

Creo que el apellido del viejo era Ravelo. Poco a poco fue perdiendo la cordura; empezó por hacer muecas a los vendedores de frutas; incluso sacaba la lengua a los niños que patinaban por las aceras. Sentado en una mecedora, seguía asomándose a “la vida comunitaria intramural”, se decía pomposamente. La familia lo dejaba “estar en la puerta”, donde fue agotándose lentamente. La muerte lo reclamó aquel verano en que la dentadura cayó al piso.

 

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