La carta interminable IV

La carta interminable IV

Algunos amigos de la infancia me ha llamado por teléfono para precisar el nombre de un antiguo vecino, la fecha de un suceso, el destino de compañeros de escuela que emigraron. Con la conversación que sigue a las preguntas compruebo que el paso del tiempo hace borrosas las imágenes; cada uno “confunde” las cosas de distinta manera. La memoria juega malas pasadas a las personas con más de sesenta años. ¿Debo poner en duda sus testimonios? ¿No sería mejor utilizar sus datos como información complementaria? Los investigadores policiales “contrastan” las declaraciones de los testigos para determinar en qué aspectos son coincidentes o divergentes.

La memoria mía, como la de mis amigos interlocutores, también “aporta” sus propios matices, omite ciertas cosas e “interpreta” otras. Quizás lo único razonable sea fabricar entre todos una colcha de retazos sentimentales. Sin embargo, en lo que concierne a los amigos muertos, todos tienen comentarios parecidos. He tenido la desdicha de ver el cadáver de un amigo, fallecido en la plenitud de su madurez, dentro de un ataúd, rodeado de coronas fúnebres y familiares afligidos. La impresión me ha obligado a sentarme en un banco, a fin de reponerme y controlar las emociones. Aquel cuerpo rígido no volvería a ser la persona que yo conocí.

Ese amigo inteligentísimo, que aprendía lenguas extranjeras con facilidad, que conocía la historia del análisis económico y la física contemporánea, había “cesado” para siempre. A la quietud del cuerpo se añadía la parálisis de su mente. ¿Cómo puede ocurrir algo así? Y esto, que sucede todos los días, nos da mucho trabajo asimilarlo. Mis amigos de infancia, al tener la misma experiencia, se sienten embargados por parecidos sentimientos. ¿Entonces, no lo tendremos más en nuestras reuniones? ¿Cómo es posible que esa enfermedad lo haya atrapado a él?

Mientras los nombres propios y algunos sucesos son “deformados”, modificados o “maquillados”, las muertes de los amigos son acontecimientos “unívocos”; aunque haya pasado mucho tiempo recordamos detalles mínimos: el nudo de la corbata, la expresión de la boca, e incluso las personas que le rodeaban durante el sepelio. Acerca de alguien “que se ha ido” me dijo uno de sus amigos: es doloroso que ya no tengamos su risa.

 

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