Cuando Don Carlos María Hernández, Director de la Escuela Normal de Puerto Plata a finales de los años cincuenta, caminaba con contagiosa vitalidad hacia su trabajo, vestido con un bien planchado traje, sombrero de pajilla y al ritmo de su bastón, dejaba a los del pueblo una estela de respeto y tranquilidad. Sentían la seguridad de que sus normalistas estaban tutelados por un maestro ejemplar.
Hace pocas semanas, ha muerto un hombre de ésos como Don Carlos María Hernández; de los que debemos elevar a los altares. Nos dejó el doctor Hugo Mendoza, quien con justeza fuera galardonado en vida por sus extraordinarios méritos. Un hombre serio.
Con urgencia, sin ninguna dilación, este maestro dominicano debe de ser exaltado. Iconizado, si se me permite la expresión. Debe de servir de antídoto a la orfandad de grandeza que nos aqueja.
Esas figuras modélicas, absolutamente necesarias para la formación del individuo y de la sociedad, van desapareciendo.
El antihéroe entre nosotros recibe las candilejas y se convierte en el protagonista de la comunidad disfrazado con trajes de lino y uniformes multicolores.
Esgrimen sus abultados caudales apoderándose de lealtades y silencios. Se presentan ante la juventud como prototipos a seguir. El hombre serio va quedando en la penumbra.
En una vieja película de gánster, uno de los personajes responde a su interlocutor de esta manera: Yo no podía ser otra cosa, ni ser de otra manera, me crié en este barrio y con esta gente, desde pequeño vi con el respeto y la admiración con la que trataban a Lucky (se refería al famoso jefe mafioso, Lucky Luciano).
¿Podemos permitir que nuestros descendientes transiten por calles y parques con nombres de villanos sin saber de las vidas y los logros de nuestros auténticos héroes? No se puede ocultar a un prohombre como Hugo Mendoza detrás de algún monumento dedicado a uno de nuestros tantos políticos depredadores.
Todas las universidades, sin excepción, deben de incluir en sus programas académicos La Cátedra Hugo Mendoza. En ella se disertaría sobre ética. De cómo ser y de cómo no ser; de civilización y respeto. De profesionalidad.
No pueden perderse las palabras de los disertantes en rimbombancias -a las que tan alérgicas era Hugo Mendoza en vida-, ni tampoco en exhibicionismos científicos.
Deberán ser lecciones para cotejar y comparar, para usar al maestro fallecido como parangón; para qué los estudiantes tengan un punto de partida.
Que no se nos gaste esa excelsa vida en anécdotas improductivas. No deben de quedar tan solo placas con su nombre. A muchos profesores les vendrían las lecciones como agua en el desierto. Les serán fructíferas, ya que algunos pierden la sensatez y el buen juicio- cualidades perennes de nuestro héroe-, en algún lugar del deterioro social dominicano.
Hugo Mendoza no puede ser desperdiciado por nuestra juventud ni por nuestros planteles, como tampoco debieron haber sido desperdiciados aquellos otros modelos singulares que se esfuman de la memoria cansada de los que maduramos con su ejemplo.