La cena de Navidad

La cena de Navidad

LEO BEATO
Cuando Emelinda Estévez se enfrentó al espejo de la sala se acordó de la carta. «Esta noche cenaré contigo». De repente descubrió tres nuevas arrugas en el entrecejo y las camufló a golpe de maquillaje barato de esos que venden en las vitrinas de cualquier farmacia de barrio. «Escóndanse, carijo»  exclamó con enojo  «toy viejucha pero no pa’tanto». Se encasquetó el abrigo y se empaquetó en la bufanda que le había regalado su vecina el día de su cumpleaños.

  – Ojalá que esta cena no me salga muy cara,  murmuró entre dientes mientras abría y cerraba el monedero que protestó por la manera brusca en que lo había cerrado de sopetazo…¡riap!

–   ¿Tendrán almas las cosas? Iré a pié como las ánimas –  recitó mientras le echaba manos a su carrito de compras.

  – ¡Virgen de los desamparados  – imploró – el cartero no ha pasado!

La caseta de las cartas tenía aún la lengua afuera burlándose de todo el vecindario. Diciembre era rey y las hojas secas emprendían un campeonato a muerte disputándose los colores del invierno que apenas empezaba.

–  ¡Qué me sigan los santos y los ángeles me guarden! – invocó la mujer de repente convertida en monja loca en medio de un barrio repleto de asaltantes.

El carrito de compras se quejaba chirriando – rung rung riang riang- en protesta por la forma brusca en que Emelinda Estévez lo arrastraba por el pavimento.

–  Cállate la boca y corre, que no quiero que nos asalten.

La protesta del carrito iba a durar cinco cuadras hasta llegar al colmado más cercano. El miedo hace el milagro que la artritis crónica no puede remediar ni con medicinas…De ahí que ambos zanquearan la distancia sin aliento y en menos de diez minutos de carrera desbocada llegaran al supermercadito de Luciano Campana, el inmigrante italiano.

–  ¡Buenas tardes, Melinda!  saludó la cajera al verla entrar jadeante.

–  Buenas tardes, María. Esta noche él vendrá a cenar conmigo. ¿Me veo presentable?

–  ¡Preciosa! Por fin cumplirá su promesa  le contestó la muchacha sorprendida.

Un pavito butter-ball de siete libras le esperaba en la vitrina mientras don Luciano, el carnicero siciliano, le ayudaba con las viandas  ¡Tanti auguri, cara mía!  invocó don Luciano, que además era el dueño.

–  Riguarda, cara mía. ¡Por fin il ritornarai questa será! El hombre parlaba un mezzo mezzo idiomático: mitad español y mitad siciliano.

–  Ten mucho cuidado por esas calles de Dios, anoche asaltaron a tres de nuestros mejores clientes en la calle Columbia con Georgia Avenue – sermoneó María repleta de pánico.

 – Gracias por el consejo – respondió Emelinda con más miedo que agradecimiento mientras abría de nuevo el monedero ¡riap!  y constataba con horror que solo tenía diez pesos.

–   Descuéntame la sidra y los tres turrones de alicante.

–  E il nostro regaletto per questo Natale – gritó Don Luciano desde la carnicería.

–  ¡Bon Natale! ¡Grazie tante!  la mujer parló en puro italiano sin saber ni una palabra.

Agarrando su carrito chirrión como si se tratara del borriquito de Belén se lanzó cuesta abajo a preparar la cena. Ring -ring – riang – riang – como los venaditos de Santa Claus.

 – ¡Señora! – saltó una voz a sus espaldas agarrándola por la nuca. A Emelinda Estévez le pareció una afilada sevillana y pensó que su sangre iba a teñir de rojo navideño la acera enladrillada de aquel barrio olvidado. Al volverse se dio cuenta que lo que parecía una cuchilla sevillana no era más que un Nuevo Testamento de bolsillo destartalado que el asaltante sostenía en su mano. Tenía cara de indocumentado con cuatro días de hambre.

  – Somos una familia de inmigrantes y no tenemos nada para estas Navidades.

Emelinda Estévez le entregó el carrito sin pensarlo y le habló en español.

 –  Ustedes lo necesitan más que yo-  lo miró a los ojos y descubrió en sus pupilas el destello de alguien que la conocía muy bien desde hacía mucho tiempo.

 – Merry Christmas, Emely!  le dijo el asaltante en inglés.

–  ¡Feliz Navidad!  insistió ella en español.

Emelinda Estévez emprendió el retorno a su casa en dirección opuesta hacia la que parecía haberse lanzado el asaltante y se sorprendió cuando el carrito de compras ya no protestaba como si fuera a romperse en mil pedazos. Ahora rodaba como si lo hubieran aceitado con un cebo celestial. Al llegar a su casa vió la lengua del correo hacia abajo.

–  ¡Por fin pasó el cartero!  susurró para que nadie la escuchara. El sobre tenía su nombre y su apellido en la cubierta pero no lo leyó hasta después de haber abierto la puerta y haberse enfrentado de nuevo al espejo de la sala. Comprobó entonces que las tres arrugas del entrecejo habían desaparecido como por encanto junto con el maquillaje barato. Abrió el sobre temblorosa mientras se preguntaba a sí misma «¿qué va a pensar él ahora de mí cuando venga?»

-«¡Feliz Navidad y gracias por invitarme a la cena!», decía la carta en puro español y Emelinda Estévez en voz alta entrecortada por las lágrimas continuó leyéndola: «el pavito estaba delicioso y alcanzó para toda la familia». La firmaba en letras grandes un tal Jesús de Nazaret.

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