Cuando publiqué un libro sobre el espacio vial (1994), algunos amigos escritores y periodistas reaccionaron extrañeza: no veían la relevancia del tema. Para esa época ya era “persona enterada”: Director de Gallup, comentarista de televisión y articulista de prensa. Había impartido Sociología del Espacio Ambiental, y Sociología Rural y Urbana en la PUCMM, en Santiago.
Para entonces, con los alumnos de arquitectura hacíamos ejercicios de observación vial e investigaciones de fin de curso. En San Francisco había sido probablemente el primer jovenzuelo con licencia desde los 16. (Era un deleite manejar en la Capital). Décadas después, siendo sociólogo, no se me podía escapar que en cada calle de mi país, a diferencia de otras, de urbes y países donde había vivido, confluyen por lo menos tres perspectivas culturales diferentes y conflictivas de parte de los conductores (sin incluir la cultura del tigueraje); y, además, varios modos de interactuar entre los conductores y diferentes usuarios de las vías. De eso se trata el libro. En las vías públicas coexisten por lo menos tres lenguajes directrices, que también, a menudo, confligen, sin que autoridades ni usuarios se percaten. Lo más común es, digamos, que en cualquier intersección coinciden conductores orientados por la cultura urbana formal y letrada, y los de la cultura del burro, el cual, por no ser tan bruto como se le imputa, siempre trata de abreviar por el camino más corto, independientemente de si hay alguna señalización vial que lo prohíba. Ocurre que nuestras ciudades están habitadas por gentes de tres o más subculturas. Y por personas carentes de toda moderación y respeto a la ley, que usan los espacios públicos desde perspectivas y concepciones muy distintas.
Posiblemente lo más lamentable sea que administradores y vigilantes del espacio urbano de, por ejemplo, Santo Domingo, quienes teniendo a su cargo diseño, normativización, señalización, y la vigilancia de las vías y los espacios públicos, carecen de conceptos viales y espaciales fundamentales. A eso se debe, principalmente, que la Charles Summer no está diseñada para la función que se le ha establecido, del flujo de vehículos pesados desde el Centro capitalino hacia el Norte y el Cibao; debido a que el elevado de la Churchill-Kennedy no fue diseñado para esos vehículos; careciendo, la Charles, además, de la más elemental regulación del enorme flujo, por ser el único acceso franco hacia Los Prados y San Gerónimo. Aparte del Price-smart, comercios, talleres, gasolineras, ventorros, gomeros, basurales, y demás. Careciendo de la necesaria vigilancia e intervención de AMET, la PN y el ADN; permitiéndose estacionamiento en los dos sentidos en los mal acabados y poco definidos carriles, causándose taponamientos insufribles en sentidos este y oeste.
El problema es conceptual: Los responsables del tránsito urbano no entienden que “La Charles” no es una simple calle o “avenida”, sino un importante tramo de acceso hacia la “autopista Duarte”, por donde circulan vehículos pesados hacia el interior, y un conector entre el Centro capitalino y varios barrios o zonas residenciales de la ciudad, entre otras funciones.