La China de Kissinger en Punta Cana

La China de Kissinger en Punta Cana

Confieso que no estaba tentado a comprar el último libro de Henry Kissinger, “On China” (Penguin Press, 2011).

Ello por varias razones: me asustan los libros voluminosos y el ex secretario de Estado de Richard Nixon no se caracteriza por ser breve –si no, vean “Diplomacia”, obra tan gorda que puede ser utilizada como mortífera arma blanca- y, lo que no es menos importante, estaba cansado de los cuentos chinos de obras que tratan de milagros económicos que luego se vuelven fracasos y de libros que presentan a los países asiáticos como portadores de una civilización de iluminados, que conocen la verdad de todas las cosas que escapa a los superficiales ojos de los occidentales. Pero tengo que reconocer que he disfrutado estas 586 páginas porque, para un ignorante de China como este columnista, el libro de Kissinger es quizás una de las mejores introducciones que conozca, más que al país a la gran civilización que es la patria de Confucio y de Mao.

Es una suerte que a Kissinger no le apliquen una de esas leyes de retiro obligatorio tan populares en estos lares, porque a sus 87 años ha escrito una obra si se quiere paradigmática. Se ha dicho que “On China” es un “vehículo híbrido” pues al mismo tiempo es memoria, monografía, autobiografía, escrita por quien fue clave en el deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y China. Un dato –no tan- curioso: al dedicarla a su amigo, el gran dominicano Oscar de la Renta, y a su esposa Annette, Kissinger confiesa que él comenzó el libro en la casa del modisto en Punta Cana y que allá lo terminó, añadiendo una nota personal, extraña si se quiere en un analista tan frío de la realidad geopolítica mundial: “Su hospitalidad es solo una faceta de una amistad que ha dado felicidad y profundidad a mi vida”.

El autor señala una característica esencial de China: contrario a Estados Unidos, que desde su fundación anda por el mundo en una misión para expandir la democracia y salvar a los habitantes del globo, China, a pesar de sentirse un país excepcional, al igual que Estados Unidos, no pretende, sin embargo, colonizar el mundo, sino que busca tan solo preservar su seguridad y bienestar en un mundo lleno de amenazas, donde los chinos, más que lograr la victoria absoluta como los occidentales en el ajedrez, lo que buscan es inmovilizar al enemigo, como se hace en el juego “wei qi”, en el que se rodea al enemigo de piezas.

Esto explica la actitud pragmática de China cuando George Bush II, después del 11/9, inició una cruzada mundial contra el terrorismo y a favor del cambio de régimen en los países con dictaduras. Y explica, además, la sorpresa de los chinos frente a la reacción de los estadounidenses a la masacre de los disidentes de la Plaza Tiananmen en 1989. Hasta el día de hoy, según Kissinger, los chinos no entienden por qué Estados Unidos se preocupó por algo que no afectaba sus intereses materiales.

A muchos lectores latinoamericanos, dolidos por la alegada complicidad de Kissinger en el golpe a Allende y en los abusos de las guerras sucias de los 70 del siglo pasado, les repugne quizás leer esta obra. Creo, sin embargo, que aún a los adversarios hay que leerlos. Lógicamente, al igual que cuando se come pescado, hay que tener cuidado con las espinas. Por ejemplo, no esperemos ninguna crítica del antiguo colaborador de Nixon al gobierno chino en lo que respecta al trato de los disidentes. Kissinger ha creído y solo cree en la realpolitik. Pero quizás a los latinoamericanos nos haga falta un poco de realismo en nuestra percepción de China. Ya China es el mayor acreedor mundial, la segunda economía del globo y el principal socio de nuestro principal socio –Estados Unidos-. Tal vez sea el momento en que, como lo hizo Costa Rica, los dominicanos repensemos las relaciones con Taiwán y se aborde seria, concienzuda y eficazmente la necesidad de establecer fuertes vínculos políticos y económicos con China. Esta será tarea ineludible del gobierno que surja en las elecciones de mayo de 2012.

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