La chispa de la vida

La chispa de la vida

LUIS SCHEKER ORTIZ
Irrumpió con la fuerza del neoliberalismo globalizante en el mundo de la antigua Unión Soviética, dinamizando su economía como también quemando prácticas ideologías trasnochadas, afectando patrones de conducta, comportamientos sociales, hábitos de consumo. La chispa no llegó sola. En la moderna Rusia, los Mc Donald y Burger King proliferan y forman colas de servicios, mientras que Mickey Mouse se pasea orondo por la Plaza Roja, donde la tumba de Lenin ya no es tan concurrida por los mujik como antaño y los turistas no vierten en ella una sola lágrima.

Probablemente esto era necesario, hasta cierto punto. Los soviéticos, con su revolución, habían trastocado cosas que era preciso cambiar y logrado grandes avances, incluyendo conquistas sociales, llegando a situar a la URSS como la segunda potencia mundial, disputándole a la USA el predominio político, científico y militar, pero a un costo terrible. La carrera armamentista, la guerra fría pudieron explicar en algún momento tantos sacrificios; pero los pueblos se cansan de sufrir y tolerar cuando el ideal del bien prometido se pospone a muy largo plazo.

Las sangrientas purgas de Stalin, su capacidad represiva, y la intolerancia del régimen soviético, que Marx ni Lenin se plantearon nunca, así como la excesiva estatización y centralización burocrática, castraba las iniciativas y las libertades públicas e individuales de un pueblo creyente, domesticado por los zares, por la Iglesia y por el comunismo, orgulloso de sus tradiciones, pero humillado y sometido por una férrea dictadura que no le permitía crecer ni expandirse, produciendo cierta asfixia moral que era preciso oxigenar.

Nikita, Breznev, Gorbachov (Perestroika) iniciaron el deshielo. Jugaron su papel, pero no lo suficiente. El capitalismo, alentado por la caída del muro de Berlín y la globalización neoliberal, exigía algo más que romper el cascarón. Su voracidad demandaba nuevos mercados de capital, abiertos a la libre empresa, sin restricciones no condicionantes que limitaran su penetración arrolladora. Rusia, el país más extenso con una población que sobrepasa los 122 millones, era una pieza apetecible. Era una nueva experiencia, para una Era que apenas comienza.

Había visitado en 1979, en una gira por varios países con el rector Antonio Rosario, las ciudades de Moscú y San Petersburgo, entonces Leningrado, y habíamos quedado gratamente impresionados por la majestuosidad de sus palacios, las riquezas, sus museos, sus hermosos parques y jardines, las amplias avenidas, y el orden, la limpieza y la seguridad pública que se observaba en cada lugar frecuentado. El Hermitage, el Kremlin y aquellas noches blancas que eternizan atardeceres teniendo de trasfondo el caudal del maravilloso río Neva, y sus canales navegables, reclamaban una nueva visita a estos lugares privilegiados.

No se escapaba al entusiasmo nostálgico, conocer la magnitud de los cambios producidos en el comercio y la economía en estas dos grandes urbes (supermercados abarrotados de productos extranjeros, nuevos y exóticos restaurantes, galerías comerciales restauradas con tiendas de lujo de las más afamadas marcas internacionales) y el giro del modo de vida experimentado por la población en general, más acelerado y de mayor competitividad, debido particularmente a la enorme afluencia turística y el papel del capital privado invertido, tornándolas más activas y frenéticamente complicadas.

No obstante esos cambios, que la prensa internacional reseñaba favorablemente, sin excluir los problemas sociales surgidos a raíz de los mismos, aquellas hermosas imágenes que el tiempo había idealizado, permanecían santificadas en nuestra mente, que nunca llegó a imaginar cómo las transformaciones producidas con la llegada del capitalismo podían profanar nuestros mejores recuerdos, encerrados en una memoria que luchaba contra la avalancha de una propaganda comercial brutal, desmedida y sin pudor alguno, como la exhibida en la grandiosa Plaza de la Libertad, donde un gigantesco monumento de bronce y las 45 fuentes de aguas esparcidas en 15 bloques en su entrada principal, se ven deslucidas por el apiñamiento de igual número de carpas cubiertas con anuncio de la Coca Cola dispersadas por todas partes y cómo, con el mayor descaro, los Jardines del Palacio de Verano de Pedro El Grande en Moscú, uno de los lugares que mayor impresión nos causara por su magnificencia, sus regios salones y la belleza incomparable de sus estatuas de bronce resplandecientes, representando los diversos dioses de la mitología griega y romana groseramente se veía asaltado estéticamente y convertido su pórtico, y su vía principal de acceso, en un atajo de mercadillos de baratijas y souvenir semejante a los de la Duarte con París.

Pienso que se ha ido demasiado lejos, y es apenas el principio. La responsabilidad no se debe atribuir solo a aquellos que carecen de escrúpulos y de imaginación para la venta de sus productos; la voracidad del capitalismo, que explota para su beneficio la vanidad y el consumismo, latentes en el egoísmo humano, requiere de sanos y oportunos controles a pena de poner en juego el necesario equilibrio político y social deseable.

Toda nación que se respete exige del Estado, como ente regulador, imponer límites; y procura que existan normas mínimas que garanticen la estética como también lo ético en cada inversión, y sean respetadas sin restricciones que ahoguen la creatividad, pero sin privilegios que burlen los valores nacionales y el patrimonio público.

No me imagino a la Coca Cola, como tampoco a la General Motors con grandes bajantes y cruza- calles promoviendo sus afamados productos, y vendiendo hot dogs y papas fritas en destartalados tarantines colocados frente al Obelisco de la Casa Blanca, ni siquiera en la Plaza Rockefeller Center de la ciudad de New York.

A veces se quiere ser más papista que el Papa.

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