La ciencia y los clubes de autobombo

La ciencia y los clubes de autobombo

Rafael Acevedo Pérez

El honorable don Alfredo Conde Pausas, retirado ya de su destacada carrera como juez de las altas cortes, solía regalarme algunos consejos, en esas tardes en que visitaba su casa en procura de su sobrina política, quien ha sido mi esposa desde entonces. Una tarde me explicó que entre los poetas y escritores existían “clubes de auto bombo”, según los cuales, un escritor mediocre lograba hacerse famoso gracias a que amigos del grupo escribían en los diarios acerca de sus supuestas dotes; y este, en cambio, escribía para ponderar a sus colegas.

Años más tarde, cuando estudiaba en Austin, Texas, me sorprendió que un destacado profesor con quien compartía con frecuencia, publicaba en diversas revistas científicas los resultados de una misma investigación que había realizado, pero en cada publicación cambiaba el título y la forma de presentación de los resultados. Ante lo cual, compartiendo unos tragos, en tono jocoso le pregunté: ¿Tú eres sociólogo o publicista?

En esos tiempos de pos grados era habitual que los profesores estimularan a sus pupilos más prometedores a que publicasen, y lo normal era que los egresados hicieran mención destacada de las investigaciones publicadas por sus exprofesores. Por lo que me acordaba con frecuencia de don Alfredo Conde.

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Años más tarde, el chileno José Donoso, en “Dónde van a morir los elefantes”, analiza la carrera de valiosos profesores universitarios en Norteamérica: “¡Qué infierno es este ambiente de universidad yanqui! Con razón dicen que en Estados Unidos las universidades son los sitios donde van a morir los elefantes”. “(…) les dan un buen pasar económico a sus profesores y estos se congelan y permanecen allí, envejeciendo, hasta morir”.

Este cuadro no es ajeno a profesionales, científicos e intelectuales latinoamericanos; reducidos a meros compromisarios de teorizaciones, estereotipos, supuestos provisorios y ejercicios científicos o intelectuales que no llegaron a profundizar y cuestionar personalmente, a quienes suele esperarles un futuro intelectualmente opaco, en soledad espiritual y social, o la reducida apariencia de intelectualidad dentro de sus respectivos clubes de dominó y de auto bombo. En sus propios cementerios de elefantes.

No lejos de ahí, se sitúan con frecuencia los comportamientos de cientistas de diversas ramas, quienes no solo se “auto celebran recíprocamente”, sino que se comportan tal como los religiosos de ciertas sectas, que no solo no aceptan críticas de otras sectas, sino que juran y perjuran que sus verdades, fundamentadas en sus propias lógicas y sus particulares experiencias son imbatibles; olvidando, sin embargo, la secuela que nos presenta la historia de similares “verdades provisorias” que fueron tales solo hasta que hubo “nuevas revelaciones o descubrimientos”.

Los más patéticos de estos suelen ser los cientistas que, respecto a las filosofías ateístas o agnósticas, proceden con actitud cuasi fanática.

La ciencia, por definición es abierta, y en permanente transformación. Y pareciera que como en muchas otras esferas de la vida, Dios ha dejado zonas inciertas y resbaladizas, para probar a los que buscan la verdad con actitud seria y sincera, y están dispuestos a pagar el precio.

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