La ciudad en que yo nací, ha desaparecido

La ciudad en que yo nací, ha desaparecido

De un  día a otro, me encuentro perdido en esta ciudad en la cual nací cuando recién se iniciaba la extensa dictadura de un enigmático hombre mencionado como Trujillo. Pasados algunos años, mi familia se mantuvo en la misma zona, en lo que se llamaba Gazcue, o Gascue, aunque no fuese el justo nombre del área.

El caso es que  vivíamos entre gente de clase media, agradable, cortés, que cuando uno se mudaba en su espacio, se daban a conocer y expresaban su disposición de afectuoso servicio. El “estamos a la orden” no era frase mentirosa sino anuncio de hermandad y consideración. Por supuesto, las relaciones se iban fortaleciendo con el trato.

Pero no se trataba de algo exclusivo, los vecinos solían ser amistosos y protectivos. Hoy creo que parcialmente se mantiene la actitud en otras zonas citadinas, aunque no con la tersa naturalidad cotidiana de antaño. Tenemos aquí, cada vez con mayor claridad, pretensiones de gran ciudad, en las cuales nadie se conoce –a menos que Ud. sea un personaje de gran notoriedad-  y, por tanto, la gente no saluda, no sonríe y no da las gracias si usted les hace un pequeño favor. “Es que así es en New York y en las grandes ciudades” –dicen con gran propiedad-.

Por supuesto. Es más cómodo copiar la conducta descortés de los habitantes de una gran urbe que copiar su disposición a progresar, a trabajar mejor y a ser más cultos (en el transporte urbano de las grandes capitales, vemos en manos de los pasajeros, usualmente, libros, revistas o periódicos que si bien mantienen una distancia humana con el vecino, lo respetan, a la vez que alimentan su propia educación).

De cierto tiempo al presente, un gran número de los habitantes de Santo Domingo han ido perdiendo aquellos buenos modales, desinteresados y derramados sin propósitos ventajistas.

Hoy, cuando un desconocido saluda afectuosamente, asusta, porque suele ser inicio de un “sablazo”, una petición financiera que nunca baja ya de cien pesos, que reciben con la naturalidad con que se acoge algo sin importancia. A veces sucede que no dan ni las gracias, lo cual me acuerda, por inusual, un caso que presencié en la puerta de “La Cafetera” de la calle El Conde. Eran los años cuarenta. Mi padre conversaba con un amigo cuando se le acercó un mendigo y tocando con el codo a papá  -cosa que lo enfurecía- le dijo escuetamente: – “Déme medio peso”. Papá sacó la moneda y se la entregó sin interrumpir su charla. El mendigo la tomó displicentemente y procedió a marcharse sin pronunciar palabra. Papá le voceó: -“Venga acá. ¿Y dónde está mi ‘que Dios se lo pague’, ‘que Dios se lo multiplique’…que le dé mucha salud? ¡Páseme mis cuartos, carajo” Y le arrancó la moneda de la mano al asombrado pedigüeño.

Hoy ni siquiera existe la moneda de cincuenta centavos. Todo es astronómico.

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