La ciudad es de los asaltantes

La ciudad es de los asaltantes

LEILA ROLDÁN
Una noche del recién transcurrido mes de diciembre, mi hijo y yo salimos de casa a despedir a una hermana que nos visitaba con uno de sus hijos. La acompañamos hasta la verja, como usualmente hacemos con casi todos los amigos cuando salen y, ya en la acera, dirigí la vista hacia la derecha, curiosa, porque me llamó la atención un par de motores pequeños, tipo Passola, con dos hombres encima cada uno. Me quedé mirándolos y, cuando estaba a punto de hacer una advertencia, los hombres giraron repentinamente los motores y uno de ellos entró velozmente a nuestro jardín.

Tenía una pistola en la mano izquierda. Me apuntó a mí primero y me hizo tirarme al piso. Luego apuntó a mi hijo en la cara y lo amenazó tres veces con darle un tiro. Yo le grité que se tirara al piso y halé su pantalón, forzándolo a arrodillarse. Entonces el asaltante apuntó a mi amiga en la espalda, quien ya estaba casi entrando en la casa, y le gritó algo que yo no entendí. Ella se arrodilló y, con medio cuerpo fuera y medio dentro, le tiró su cartera. El asaltante la agarró, saliendo de inmediato disparado hacia los motores; se subió, y el cuarteto arrancó en la misma dirección en la que había llegado.

El incidente no sólo me obligó a acudir a la Policía, sino que también azuzó esa insistencia curiosa que forma parte de mi personalidad. A partir de entonces he visitado destacamentos, he conversado con oficiales, con amigos, con abogados y hasta he puesto a circular el relato en la Red. Como consecuencia, he recibido información en cantidad inagotable. 

Sólo para empezar, cada persona que conozco ha vivido una situación similar o tiene alguien cercano o conocido que la ha vivido. Los relatos de los asaltos incluyen hombres a pie portando cuchillos, grupos de hombres armados, generalmente cuatro, recorriendo las calles en motores y en vehículos.  Jóvenes que salen o llegan a sus casas y le son arrebatadas sus carteras a punta de pistola; jóvenes que llevan a las novias y son despojados de sus carros tras ser embestidos con armas blancas; mujeres que son obligadas a entregar sus pertenencias mientras están detenidas bajo un semáforo en rojo en las zonas más exclusivas de la ciudad;  mujeres que son baleadas en pleno día al salir de su hogar; parejas que son golpeadas mientras hacen caminata de salud en sectores residenciales; padres que transitan con hijos, señores mayores o jóvenes aprendiendo a conducir, que son sorprendidos con el cañón de un arma de fuego apuntando a su cabeza.

Pero eso no es todo. En cualquier destacamento las denuncias llegan incesantemente. Se llenan cuadernos de reportes y descripciones. Se emborronan docenas de páginas cada día, muchas veces escritas a mano con tinta de varios colores, con historias de asaltos que parecen infinitas. Pero son sólo algunas las que se reportan a la Policía. La mayoría, sin embargo, es contada por sus protagonistas incluyendo en ellas la percepción generalizada de que carece de utilidad acudir a hacer denuncias ante el cuerpo del orden.

Y tiene sentido. Cualquiera de esos delincuentes que es atrapado tiene numerosos delitos cometidos en igual forma y es detenido con cierta frecuencia en los diferentes destacamentos policiales.  Pero, a pesar de las armas letales que portan, los prontuarios de antecedentes, o la gravedad de los hechos cometidos, los delincuentes son puestos en libertad fácilmente y con muy variadas excusas. Personalmente llegué a conocer el caso de uno de ellos que era detenido por vigésimo quinta vez, y todas en los últimos meses. El hombre anda de nuevo por las calles de nuestra ciudad con mayor seguridad que cada una de sus veinticinco víctimas.

El Presidente Leonel Fernández puede oficiar una misa con el nuevo Código Procesal Penal, si quiere. Los medios de comunicación pueden multiplicar los espacios a los apologistas de ese engendro y callar todo lo que les parezca sobre la delincuencia, los procesos, los fiscales y los jueces. Pero los ciudadanos-víctimas sabemos cómo son las cosas, porque somos más.  Aunque la gente no reporte sus experiencias a la policía o la prensa, los hechos delincuenciales se suceden uno tras otro en todas partes del país.  Y a pesar de lo que puedan decirnos los funcionarios o los periódicos, el índice de la delincuencia en el territorio nacional aumenta, generalizándose y adquiriendo día a día características más peligrosas. Los asaltantes están siendo los dueños absolutos de la ciudad. Y sobre esta realidad va a ser muy difícil sugestionarnos.

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