La ciudad perdida

<p>La ciudad perdida</p>

MARIEN ARISTY CAPITAN
En aquellos días me sentía segura. Manejaba, rauda y veloz, y poco me importaban los obstáculos o las señales de tránsito: mis pies eran mis alas y mi pequeño motor, que tantas veces me vio caer, el avión que me permitía alcanzar el sueño de la velocidad.

A pesar de los mil choques que llegué a tener, tal como aún lo pueden atestiguar algunas marcas que quedaron impregnadas para siempre en mi piel, no existían los riesgos. Me encantaba correr, sí, y por eso aprendí a superar la peor de las barreras: el pesado aparato de hierro que soportaba una de mis piernas.

Aunque después tampoco resultaba fácil lidiar con las botas ortopédicas que me hacían más propensa a caer, jamás perdí el interés por los “vehículos” que protagonizaron las tardes de mi infancia (desde el tutú de madera hasta la primera bicicleta que jamás manejé muy bien).

Hoy esas imágenes están lejos. También la de papá manejando su Renault con toda la calma del mundo, mientras jugábamos a contar perros, carros, árboles… cualquier cosa que se nos ocurriera.

Al pensar en esos trayectos que hacíamos Bego, Pilar, papá y yo, me da lástima reparar en lo que ha cambiado esta ciudad: de la tranquilidad, la educación vial, las calles limpias y llenas de árboles y flores, lamentablemente, no queda nada.

Es por eso que hoy sería imposible ver a un niño solo que, a bordo de un rapidísimo motor de plástico como el de nosotras, pueda al menos dar una vuelta a la manzana.

Amén de que el parque vehicular ha crecido de forma exorbitante, es duro reconocer que nuestra querida ciudad ha dejado de ser el lugar amable y seguro que tanto disfrutamos. ¡Qué tiempos aquellos, en los que los niños éramos libres, estábamos en la calle y nada nos pasaba porque a nadie se le ocurría hacernos daño!

Pero si nuestra vida era amable, también lo fue la de nuestros padres. Ellos no tenían, como ahora, que enfrentar a los locos que van en vía contraria, que se saltan los semáforos a cualquier hora del día, que te insultan cuando respetas las reglas de tránsito, que se quieren meter a toda costa aunque eso le represente chocarte… con la selva en la que se ha convertido la antes adorable capital.

Siempre recordaré que cuando era niña soñaba con ser grande para poder manejar un carro de verdad. Hoy aborrezco la idea de tomar el guía, incomodarme, meterme en un tapón, evitar que me lleven por delante y, como si eso fuera poco, sortear los mil hoyos de las calles y llegar ilesa a mi destino.

Hablar de todo esto no es casual. Surge a raíz de una conversación que sostuve el sábado pasado con mi novio, quien con justa razón se quejaba de la propuesta de aumentar las multas a dos salarios mínimos.

Con agentes de la Autoridad Metropolitana del Transporte que ven con indiferencia cómo los conductores se saltan olímpicamente todas las reglas sin hacer nada, él comentaba que al subir las multas lo único que se logrará es aumentar las probabilidades de macuteo.

La situación, ante lo deprimido de sus sueldos, es clara: ¿no será mejor negocio pedirle dos mil pesos a algún infractor? Imagínese este diálogo: “amigo, déme dos mil y se ahorrará cuatro mil”.

Su propuesta, consciente de que urge controlar el tránsito, es muy interesante: obligar a los infractores, que de cualquier forma tendrían que pagar una multa que no sea tan alta, a hacer horas de servicio social. Una buena fórmula sería, agrego yo, que los conductores imprudentes tengan que servir cien horas en el Hospital Darío Contreras, donde se ven los más terribles casos producidos por los accidentes de tránsito; o tengan que pasarse un par de días reflexionando tras las rejas.

También es urgente que nos replanteemos el tema de la educación. Ahí radica verdaderamente el problema: nosotros actuamos adecuadamente porque nos educaron para el bien, mientras que a los demás eso fue lo que les faltó. ¿Lo más triste? Dentro de poco las cosas estarán como la educación: cada vez está peor.

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