La ciudad y sus cantos

La ciudad y sus cantos

En cierta forma, la poesía de Tony Raful siempre reitera sus registros. Él es como un cronista incansable, como un veedor, como un memorialista furtivo. Desde aquel breve poemario del ahora lejano año de 1973, que él llamó “La poesía y el tiempo”, hasta estos versos de “La ciudad y sus cantos”, sus poemas atraviesan ese peligroso temblor que es la médula de la poesía, y que es también, la manera de atrapar en el tiempo que pasa presuroso algo permanente, algo que es mi acto y por el cual fundo de nuevo el mundo.

Porque la poesía es fundación por la palabra y sobre la palabra. Yo no creo que haya un solo lector de la poesía de Tony Raful que no descubra de inmediato ese tono ascendente de la palabra alada. Es más, es este vértigo incontenible de la palabra, que va desparramando un surtidor de imágenes, lo que caracteriza su poesía; y en este torrente de palabras se va instalando poco a poco el pensamiento. Los poemas de Raful son un discurso erguido, un estallido que postula el diálogo y que propician un encuentro con el otro. Es una poesía afiliada a la dudosa necesidad de domiciliarse en la vida, y que apuesta a ser un acto de solidaridad histórica.

Como en la poesía de Constantino Kavafis, la ciudad es una de las grandes obsesiones de Tony Raful. Él la recorre siempre en sus versos, la visita y marca su desolación, dibuja sus personajes y pasa presuroso, desgrana un inventario de la vida y la muerte, esculpe sus héroes y nos deja suspendidos en la sacudida. Desde todas las figuras posibles, la ciudad es ese espacio realista y utópico, que reintegra a sus habitantes a la magicidad de un “yo” expresado y transformado, particular y plural, detenido en el tiempo y en evolución permanente.

Esa extraña conjunción de lo que se fue con lo que permanece, y no sólo en lo que da a leer el cambio físico del urbanismo, sino, y sobre todo, por las huellas del alma que van quedando desperdigadas en sus aceras. Es por eso que en “La ciudad y sus cantos” el poeta comienza por proclamar que él es la ciudad:

“Yo soy la ciudad.

Pájaro en llamas.

Festejo del puerto y la Ceiba.

Tejados de palma y de zinc.

Columnas de piedras y ladrillos

Arcilla de una ciguapa

Que escapó por las colinas antiquísimas

Donde reside prístina la lluvia.

Yo soy la ciudad.

Horóscopo y festín

Quejido insular.

Mudanza de colores en el asta del alba”.

¿Por qué el poeta comienza identificándose él mismo con la ciudad? Simplemente, porque en el cielo pequeño burgués de nuestras vidas, las ciudades son el lecho de lamemoria. Es en ellas que nacemos, vivimos, y probablemente moriremos. Son sus rincones, sus calles, las que reservan lugar al sentimiento, a la intuición, a la inocencia, a la simplicidad con que la vida teje la trama inesperada del existir.

“La ciudad y sus cantos”, el poemario de Tony Raful que  circula, se coloca en medio de esa tensión de lo imaginado rendido ante lo real, o lo real humillado ante la imaginación; que caracteriza a todas las ciudades. El poeta se apropia de ella hundiéndose en sus barrios miserables, extasiándose en sus edificios coloniales, disfrutando del colorido de sus calles célebres (El Conde con sus personajes emboscados en cada esquina, hartos de realidades, pidiéndoles un último deseo, una promesa final, a la vida.

Como ese Fonsito La Araña que aparece en el poema), o la Duarte (con su hormiguero humano y sus carteristas lánguidos jugándole una apuesta al azar. O esos obreros portuarios que el poema recupera del olvido, frente a la reinauguración del Parque Enriquillo), o la visión de sus barrios contrapuestos (los modos de habitar Gualey y Guachupita frente a los modos de habitar Naco o Arroyo Hondo). En fin, todo ese espacio que el imaginario de la ciudad va bordando  invisiblemente en las ficciones de cada quien.

Fernando Pessoa, el formidable poeta portugués, decía que “Sentir la poesía es la manera figurada de vivirse” –y agregaba: “Si no siento la poesía no es porque no sepa qué es/sino porque no puedo vivir de una manera figurada”. Estos poemas son la forma figurada que Tony Raful tiene de asumir la existencia, y no hay nada en ellos que no haya brotado de la vida misma.

Los dioses no le han concedido a él “la fría libertad de las cimas desiertas”, como diría el poeta. Y sus versos no soportan pasar despacio y sin sonido, esperando el gemido de lo oscuro. Por eso vuelve al ruido de la ciudad, al testimonio, al combate con la palabra, a esa luz sin espinas que acaricia. Y si “La ciudad y sus cantos” es algo, es un regreso; un regreso desgarrado a la ciudad, presidido por el mediodía, la floración y la esperanza. Pero desgarrado. Porque, además, los poetas siempre regresan al punto de partida. Constantino Kavafis, el más lastimero cantor de las ciudades, escribió.

“No hallarás otra tierra ni otra mar

La ciudad irá en ti siempre. Volverás

A las mismas calles

Y en los mismos suburbios llegará tu vejez.

Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques, no hay

Ni caminos ni barcos para ti.

La vida que aquí perdiste

La has destruido en toda la tierra”.

He aquí al poeta Tony Raful, de vuelta a la ciudad y a sus cantos y sus propios personajes lo miran pasar, sus rostros pegados contra el vidrio de la vitrina de El Conde, sintiendo como un mar que muge sin destino se retira, y le da la palabra.

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