La clase quinta

La clase quinta

PEDRO GIL ITURBIDES
Rossy, mi mujer, me recibió con inusitado alborozo. Un abrazo, ocho besos y la siguiente exclamación, denotaban su alegría:

-¡Ya caímos en la clase quinta!

Lo cierto es que a lo largo del último año hemos visto reducirse nuestra calidad de vida. Se han eliminado servicios que nos permitían clasificarnos como clase media. Los muchachos han salido de esos cursos que los adornan con destrezas propias de un modo de vida diferente. La casa, y el hogar, han perdido detalles que presagiaron nuestra ubicación como grupo de la clase media.

Ahora, tras varios años de depauperación indetenible, y un año económicamente perdido, rodábamos al precipicio de la pirámide social. Y en ello residía el contento de mi mujer.

-¡Ya pronto podrás montar un tarantín en el medio de la avenida Mella sin que ninguna autoridad te diga nada!, proclamó.

Pero la cabeza me daba vueltas. ¿De qué valen años de esfuerzos, de sacrificios, de trabajo denodado, de disciplinamiento individual y social? ¿De qué vale todo ello en una sociedad que, como la nuestra, se basa en la inequidad y alienta el desquiciamiento del orden social? No me hallaba satisfecho, sin embargo, con aquella contentura de mi mujer.

-¿Qué significado…?

No me dejó concluir. Durante varias noches la había visto pegada a las facturas de los créditos personales y de tarjetas, sacando cuentas. Corto aquí, corto allá, recorto acullá, decía. Se deja de comprar esto, se deja de comprar aquello, se deja de comprar lo de más allá, salmodiaba con el monótono runrún de cuantos deliran. Después de muchos dolores de cabeza y sacadas de cuentas, ahora podía exaltar el triunfo de nuestra decadencia.

-Estamos comprando el arroz al mismo precio que cuando el peso, devaluado, se colocaba a 52 unidades sobre un dólar, me informó. El pescado fresco cuesta entre dos a cinco pesos más que en esos días. La carne de res vale igual.

Y recitó precio por precio, los valores al detalle de varios productos, mientras revisaba una lista escrita en una tirita de papel de maquinillas de sumar.

-Lo peor, añadió sin pausas, es que se castiga el consumo. Además de haberse penalizado con un aumento del gravamen directo a todo lo que se compra, también se aplican impuestos a los medios de pago. Lo mejor es bajar de categoría social, que parece el objetivo propio de los últimos dos gobiernos. Al anular la clase media retornamos a la miserable condición que tuvimos en lo siglos XVII y XVIII. ¿No es ello estupendo?

-¿Y no es mejor subir en la escala social?, pregunté con algo de timidez, pues Rossy parecía dispuesta a apabullarme.

-¿Y cómo lo logramos?, ripostó. ¿Crees que este otro golpe de la eliminación del subsidio al gas de cocina presagia nada bueno para la clase media? ¡Nada de nada, aquí los gobiernos trabajan para aniquilar a la clase productiva, para destruir a una clase media que a lo largo de cinco siglos, y en todos los países, ha sido motor social, político y económico de las naciones!

Era evidente que de la contaduría pública mi mujer había saltado a la política sectaria, y opté por no hacer comentarios. Pero me ha dejado pensativo, no lo niego. De hecho, estoy averiguando en cuánto me venden un carrito de chimichurri para declararme pobre, padre de familia e instalarme medio a medio en el malecón. Si la vergüenza me lo impide, pienso, sin embargo, ocupar los predios del antiguo Ingenio Río Haina. Después de todo, ¡ya soy miembro de la clase quinta!

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