La cláusula constitucional del Estado garante

La cláusula constitucional del Estado garante

 Uno de los grandes aportes de la reforma constitucional de 2010 a la consolidación de un nuevo tipo de Estado y de relaciones entre éste y los ciudadanos es la consagración de lo que se ha denominado la “cláusula constitucional del Estado regulador o Estado garante”. En efecto, la Constitución no solo establece que “el Estado podrá dictar medidas para regular la economía” (artículo 50.2), sino que dispone que el legislador podrá crear organismos estatales encargados de regular los servicios públicos y otras actividades económicas (artículo 147.3).

 ¿Cuál es el significado de este principio constitucional fundamental o estructural del Estado regulador o garante? Para decirlo en buen cristiano, bastaría con señalar que el Estado garante es el que, en lugar de suministrar directamente las prestaciones sociales, garantiza que éstas sean efectivamente recibidas por los ciudadanos, ya sea directamente del sector privado o por consorcios público-privados. ¿Cómo funciona esto en la práctica? Veamos un ejemplo paradigmático a partir del modelo constitucional de servicios públicos.

 Si examinamos la Constitución, veremos que su artículo 147, después de definir los servicios públicos como aquellos “destinados a satisfacer las necesidades de interés colectivo”, establece que “el Estado garantiza el acceso a servicios públicos de calidad, directamente o por delegación, mediante concesión, autorización, asociación en participación, transferencia de la propiedad accionaria u otra modalidad contractual” (numeral 1). ¿Significa esto que el Estado se desentiende de los servicios públicos? No. Muy por el contrario, al estar obligado el Estado a garantizar el acceso a servicios públicos de calidad, éste debe velar porque estos servicios, ya sean prestados directamente por él o por los particulares, respondan siempre “a los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria” (numeral 2).

 Como se puede observar, la Constitución de 2010 no se deja atrapar ni por el paradigma del Estado mínimo neoliberal, el Estado gendarme, que solo se ocupa de funciones básicas, tales como la seguridad ciudadana o la defensa del territorio nacional, ni tampoco por el paradigma del Estado interventor, que no solo presta directamente todas las prestaciones sociales sino que también se erige en un agente económico de primer orden. Por esta mixtura del modelo de Estado constitucional, el Estado puede actuar como empresario pero, como lo exige el principio constitucional de la subsidiariedad, esa actuación empresarial solo es jurídicamente válida allí donde el sector privado no es eficiente y, en todo caso, el Estado, en virtud del principio constitucional de la igualdad de tratamiento de las empresas, no puede dar un trato preferencial a sus empresas en detrimento de las privadas. Y, lo que no es menos importante, allí donde el Estado actúe válidamente como empresario, el regulador de ese sector no puede confundirse con el operador económico estatal: de ahí la importancia de las administraciones reguladoras independientes que establece nuestra Constitución.

 Todo esto tiene una serie de implicaciones. Si el Estado insiste en continuar con actividades empresariales en sectores económicos donde los particulares son eficientes y en realizar intervenciones en los mercados con instrumentos paleolíticos como el control de precios, distrae recursos humanos y materiales imprescindibles para acometer las tareas estatales de controlar, fiscalizar, supervisar, sancionar, resolver las controversias entre agentes económicos que la función constitucional de la regulación exige. En otras palabras, un Estado que persiste en ser interventor en una economía y una sociedad que exigen del Estado una actividad de regulación, se convierte en un Estado débil y que, además, incumple con su misión no tanto de prestar directamente los servicios públicos que la sociedad exige sino más bien de garantizar que éstos sean efectivamente prestados por los particulares solos o en asociación con el Estado en condiciones de igualdad, accesibilidad, universalidad y calidad, como quiere y manda la Constitución. Peor aún, un Estado empresario pierde recursos que pueden efectivamente ser usados para prestar directamente aquellos servicios que no pueden ser efectivamente prestados por los particulares.

 Como bien lo ha dicho el Ing. Miguel Vargas Maldonado, presidente del Partido Revolucionario Dominicano, en varias brillantes intervenciones ante los medios de comunicación, el reto es no tanto tener mayor o menor Estado sino construir un Estado eficiente, un Estado capaz de regular la economía y de garantizar los derechos de las personas. Un Estado que en lugar de construir carreteras y puentes propicia que el sector privado solo o en asociación con el Estado construya esas valiosas infraestructuras.

Un Estado que, en vez de prestar directamente los servicios públicos, regula que estos servicios a cargo del sector privado sean prestados en las condiciones constitucionalmente exigidas, con respeto a los derechos de los usuarios y vigilando que los sectores carenciados accedan a un servicio universal. Por eso, la nómina de un Estado regulador no es la misma que la de un Estado interventor: tanto en número de empleados como en salario y formación. Y es que un Estado regulador necesita economistas, expertos en gestión pública, abogados, técnicos en las más diversas ramas, bien remunerados y capaces de evitar ser capturados por el sector privado y de supervisar adecuadamente los sectores económicos regulados.

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