La coartada de Soledad

La coartada de Soledad

Identificar sus desgarros, ubicar esquinas y compostura es intrascendente. Importa poco circunscribir la desolación insondable que resuma belleza en cada estrofa, porque el libro abarca más.

La caligrafía de “Autobiografía en el Agua”, obra recién publicada, es propia y ajena. Soledad Álvarez describe una travesía que atañe a muchos. Es época, momento, origen. Desde la elegía estremecedora del 1951, hasta hoy. Años cruciales para la revelación y el cambio, descripción de abismos y trasmutación, como “La Noción de Abril”; 1969, y los ritos que preceden la derrota.

La intimidad inquietante de la maternidad, el exilio académico y la militancia gozosa, el réquiem de caracoles para ese Orlando amigo que evocará siempre en el silencio compartido de la arena. El remolino inconcluso del deseo, descubrir en los antípodas identidad y vía de sus amarres afectivos. Divagar para sepultar fantasmas que acechan y acongojan.

La lectura amarra a la autora, con ella se anda y desanda, se atrapa y se suelta la ilusión y la pena, el gusto y el fracaso, la búsqueda infinita de la nada. En cada estrofa conviven desenfado y angustia. El recuento de olores y penumbra, de armonía quimérica, para abrazar a nadie y perseguir inane el recuerdo que jamás existió. Es relámpago que no fue rayo, la erótica como opción y salvación. Nostalgia de ternuras esenciales, reclamo de disfrute repartido.

La intimidad de “Autobiografía en el agua” es glosa que compromete e iguala. Agua turbia convertida en espejo para la mirada que estrenó su asombro con la agonía de la tiranía y el furor que provocó su fin. Vio el futuro cuando era presente y deshizo esperanzas viviéndolas. Demasiado desconcierto para un grupo generacional situado al final del terror y en el vórtice de la incertidumbre, con un protagonismo trunco, a veces vano. Grupo rodeado de cadáveres, suficientes para la melancolía, para el aturdimiento. Tristeza que asoma, a pesar de sortilegios para matar recuerdos. Generación perseguida por el aniversario permanente del adiós inoportuno.

La presencia del soldado invasor, “emplazado en la escuela del barrio” transformó la esencia de la autora… “la que yo era dejó de ser por la que sería…” Otro nacimiento pesaroso, otro empiece con garra y apostasía. Y para embaucar algo pendiente: envite y delirios. Enredo de consignas y boleros, el amparo de jazmines y el blues.

Atrevida y húmeda reseña. Crónica de la pérdida, fuga de lo inmarcesible. La herida abierta de la ausencia irremediable. El placer como estandarte para atrapar en el grito el sueño. La evocación de ocaso que pretende transmutar el horror temprano de la mancilla, sin ángel de la guarda ni altar para la súplica.

Aquí no hay provocación, hay testimonio. El alarido de la soledad irredenta que trasciende el nombre. La pesquisa interminable de la memoria sin aspirar consuelo. Dueto con Sarah Vaughan para llorar con Misty, remolino aposentado en Bach, ansiedad encima de Gershwin. La Habana y sus desvelos de océano, cuando Playa Bonita no existía. Querer el arcoíris y encontrar siempre despojos, para pulir la daga del sufrimiento sin encontrar entraña. Más que en sus ensayos y en sus artículos, Álvarez revela en “Autobiografía… Sitúa. Más que en “Vuelo Posible” y en “Las Estaciones Íntimas”.

Es la metáfora impúdica del dolor, desazón perenne que revisa los escombros de la felicidad. Porque “todo es revelación”, como la cita de María Zambrano que es exordio. Quizás, igual que la insigne española en “Antes de la Ocultación”, alguien la enamoró en una única noche hasta el alba. Y nunca más apareció. Ya nadie más pudo encontrarla.

En su andén, ya no teje ni desteje. Asume. Es peregrina, “Maga”, “Maguita” de sí misma. Sabe muy bien, como Dalí, que los errores tienen carácter sagrado, corregirlos imposible, convertirlos en poesía una obligación.

“Hoy estamos en la historia, le dije. La historia es una coartada, respondió-“La Habana 1977-. Esta autobiografía es eso. La coartada de Soledad para escribir un manifiesto contundente.

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