La coartada moral

La coartada moral

Al cumplirse el 50 aniversario de la muerte del escritor Louis-Ferdinand Céline, de quien ha dicho Vargas Llosa que junto a Malraux es el gran exponente de la literatura francesa en el siglo pasado, llama la atención la encendida polémica suscitada en torno a tan singular figura, a quien se le reconoce su indudable valor artístico al tiempo que se censura su antisemitismo y su complicidad con el nazismo en la Francia ocupada. Un frágil equilibrio que alimenta un extraño animal que convierte en monstruo a la persona sin afectar sus emblemáticas cualidades artísticas.

El alcalde de París ha sintetizado este dilema moral al afirmar que Céline fue un excelente escritor al tiempo que un perfecto cabrón. El caso es que la sociedad entera sucumbe a este falso debate y protagoniza una estéril polémica, dividida entre los que quieren homenajear al traidor que simpatizó con el genocidio y los que pretenden condenarlo al ostracismo del olvido, redimiendo su infausta memoria. Entre los primeros, aun reconociendo los crímenes que se le imputan, se encuentra el propio Vargas Llosa, que recuerda que lo mismo le pasó a Heidegger, de quien se decía, como ha recordado al hilo de la controversia el catedrático de Filosofía Moral y Política Aurelio Arteta, que fue el más grande de los pensadores pero el más pequeño de los hombres, al descubrirse su pasado nazi.

Ejemplos similares hay cientos. Ahí tenemos a Gadafi -¿un libertador amigo de los demócratas o un sátrapa asesino? – o a los dictadores tumbados por la revolución en Túnez o Egipto o a los que se aferran al poder, sátrapas de la globalización neoliberal, que someten al pueblo y pisotean su dignidad y su conciencia, anulando la razón que supera al miedo, sostenidos por el terror que inspiran y el daño que infligen. Creo que aquí estamos hablando de fortaleza y altura moral y que la moralidad no está sujeta a una escala de valores o a unas pautas de conducta. Uno puede discutir el valor estético de una novela, la belleza plástica de una pintura o la armoniosa cadencia de una pieza musical, pero el valor moral, incluso en una sociedad que relativiza todos los valores y desprecia los principios éticos, renunciando al pensamiento crítico, está fuera de toda dialéctica; se tiene o no se tiene.

Así ocurre también con los derechos fundamentales; se conquistan o hay que luchar para arrancárselos al poder. Todo lo que está sujeto a un orden moral es absoluto. Un político no es más o menos corrupto. Desde el momento que empezamos a hacer concesiones y a admitir lo inadmisible, a razonar la sinrazón o a justificar lo injustificable, estamos evidenciando nuestra altura moral. Insisto, la conciencia y la dignidad están por encima del bien y del mal. Someter los valores morales a un falso maniqueísmo es como intentar argumentar que lo que uno piense no tiene nada que ver con lo que haga. Uno es responsable de sus obras por acción y por omisión, lo mismo que de su excelencia moral o de su miseria. No vale el allá cada uno con su conciencia porque la moral nos atañe a todos y nos condiciona.

El valor moral no depende de la catadura ética, no es un planteamiento ontológico que es preciso demostrar a priori sino un argumento metafísico. Su certeza depende de la verosimilitud de que algo pueda suceder o no -somos capaces de las mayores atrocidades- y la aparente contradicción de ese posibilismo con las leyes de la moral y de la recta conciencia. Para Francis Bacon es arduo y complejo ser un hombre político y a la vez un hombre verdaderamente moral, pero la política no está reñida con la ética ni la moral política es una quimera. La integridad, la honestidad, la dignidad y la conciencia condicionan el valor moral. Su desprecio destruye al hombre.

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