El pleno conocimiento de un hecho, con pelos y señales, no siempre nos llega de un modo instantáneo. A veces hay que contentarse con signos precursores, como los que precedieron el grito de ¡tierra! de Rodrigo de Triana. Luego aparecerá el palo de la gata. La verdad palpable. Por más acusado que esté cualquier individuo se le reputará inocente hasta que se demuestre lo contrario. Pero ¡ay! de las sociedades que insensibles al escándalo se remitan obcecadas a la cosa definitivamente juzgada para creer que la transgresión anda por muchos sitios. Defiendo con ardor a la alusión como recurso idóneo para que los más avispados y agudos entes de la sociedad (comunicadores, críticos, políticos y científicos sociales) se ocupen de adelantar con revuelos los perfiles de las realidades estremecedoras que parezcan llamadas a aflorar. Las percepciones de lo insinuante deben proclamarse aunque después las autoridades -como tantas veces ocurre- le fallen a la sociedad. Seguiría siendo su culpa. Hasta simples actos de la vida ordinaria pueden perjudicarnos mucho si con frecuencia no se recurre a la inversión de la prueba. A presumir, y actuar en consecuencia, que la mala catadura del tipo que se acerca es un claro preludio de timo o sustracción. Al pretendiente de una hija se le mira de arriba abajo con instintiva pretensión de llegar incluso más allá de la superficie, alerta al récord de vida que pueda salir de su conversación. Los tiempos cambian. El acceso a informaciones y comentarios rápidos, diversos y cargados de espontaneidad constituye un desafío para las normas y usos que en ocasiones protegen demasiado al pecado y a la alegada privacidad y buena fama de los pecadores.