Declaro a la Era de los automóviles como etapa de la civilización que llegó al país sin que muchos pobladores estuviesen preparados para la aceleración intempestiva y el frenado imprudente. A un buen número de homos sapiens criollos, que con sus acciones desmienten que la evolución vuelva necesariamente a los individuos más inteligentes y comedidos, no les preocupa que a los automovilistas que avanzan detrás de ellos les sorprenda una parada atroz.
He observado los rostros de algunos tipos del volante que debieron quedarse en los tiempos de las cabalgaduras, o llevándoles más atrás, a los del leño con espinas del expedito Trucutú. Aunque pensándolo bien, Pedro Picapiedra les quedaría grande como ente adaptable a los tiempos.
A un chofer público que escapaba de atropellar a dos peatones y que pudo ser atrapado porque se le dañó el armatoste, le noté los carrillos inflados por exceso de empanadas, la barba sucia y los dientes menos de un ser incapaz de cuidarse a sí mismo; mucho menos a los demás. Increíblemente tenía todos sus documentos en regla (?) prueba de que el fracaso de la falta de orden en las calles comienza con un Estado que documenta a los ineptos.
Pero me he enfrentado también a la faz desconsiderada del imberbe, hijo de ricachón, que brutalmente corre y compite destruyendo la seguridad y la paz en las avenidas. Consentido de tez clara y ropa a la moda que sería envidiado por los bárbaros de antaño que con rapidez cortaban el cuello a sus enemigos, pero que después de cada correría no disponían de un padre amoroso ni de unas autoridades despantalonadas para protegerse.
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