Muchos humanos suelen abominar de lo efímero pero solo para algunos aspectos de la existencia. Siempre prefieren que el trago amargo pase rápido y que las filas, a la hora de votar, duren menos que una cucaracha en un gallinero. En cambio, tanto el hombre como la mujer se sienten muy defraudados cuando en la relación carnal el varón llega con rapidez a la consumación.
Tipos que a lo mejor, después de dedicar días y pleitesías al enamoramiento fino o de verbo excitante, en el primer momento y a la hora de la verdad se van a la carrera por la tangente, tratándose de un juego que en ningún caso debería terminar en el capítulo primero. Las ofertas de soluciones a esa mórbida brevedad están lloviendo por la prensa. Se habla de un gel maravilloso, compatible según sus promotores, con las píldoras creadas para corregir disfunciones, pero que comercialmente son promovidas para pretender demostraciones de resistencia olímpica en el lecho con riesgosa exposición a un desastre cardiovascular.
Uno de mis amigos de antaño me habló una vez de su éxito -de alegada aceptación científica- con el recurso de viajar imaginariamente para, en medio de la acción, desconectarse un poco del placer y prolongarlo. Uno de sus viajes síquicos favoritos, por haber estado allí, consistía en trasladarse a la batalla del Puente Duarte, en la guerra del 65. A mí, sin embargo, me lucía extraño que para mantener viva la pasión apelara a un escenario de muerte, con muchas bajas de ambos bandos. Sorprendente tratamiento de shock.
Un oficinesco caballero que conocí en los años ochenta y que había experimentado con un ungüento oriental anestesiante me habló con enormes reservas sobre la llamada técnica del Chinito por una simple razón: el embarre colosal al que recurrió le hizo sentir como totalmente ausente de su cuerpo a la parte que pretendía mantener en acción. Un eunuco virtual.