Cualquier observador que tenga la imaginación y el sentido común bien puestos podría ver a los campos de golf como reservas naturales de países de crecimiento demográfico explosivo, de muchos cocoteros y planicies hermosas pero también de exagerada capacidad para multiplicar el número de pobres.
La industria turística y todos esos señores realizados del mundo de los negocios y profesionales de éxito necesitan de esos prados maravillosos, refrescantes a la vista, y de topografía funcional para que unas bolitas corran o vuelen por el impacto de un bien labrado instrumento al que llaman palo, pero que no se podría confundir con el garrote que es familiar a algunos pobres por utilizarse discriminadamente para arrancarles confesiones.
Como el mundo da muchas vueltas y lo que es prioritario hoy podría no serlo mañana, hasta el interés de perseguir sin piedad a la volátil esfera que los golfistas se empeñan en llevar de hoyo en hoyo podría decaer. De hecho el ídolo Tiger Woods estuvo a punto de cambiar totalmente la pasión por esos agujeros por los de otro tipo y se entregó por un tiempo a sábanas de seda repletas de infidelidades.
La presión por el espacio -sobre todo si las inequidades en la distribución de las riquezas perduran- augura platanales y plantíos de yuca y guandules donde ahora vemos el esparcimiento de lujo. Ruego tomar en cuenta también que el turismo es veleidoso y que el gusto de la gente que prefiere lo mejor fluctúa. Un súbito apogeo de los yates, esquíes en nevadas montañas y de los exquisitos retiros de Boca Ratón, Florida, haría que fértiles áreas locales cobraran importancia para la elemental necesidad de producir alimentos.