Pretendo deplorar públicamente algunas empeñosas búsquedas de la verdad, para lo cual, en este largo andar de la humanidad, surgieron diversos medios de extracciones, de bárbaras torturas e inquisiciones, incluso mucho antes de que la pederastia pudiera prestarse para justificarlas.
No conformes con instrumentar el sufrimiento como persuasión, inflexibles investigadores de hechos diversos o intereses extremos se aplicaron al desarrollo de sueros inhibidores de la voluntad que pusieran a los interrogados a cantar como pajaritos. Químicos que doblegan el subconsciente para convertir a los humanos en libros abiertos. Y como si fuera poco, luego vino el polígrafo, una máquina de la sinceridad para matar ipso facto a la hipocresía. Concedo que en nombre de los mejores intereses de las colectividades se hurgue en los orígenes de hechos e intenciones de los individuos que se apandillan para el mal.
Pero debe respetarse en algo al yo recóndito e infranqueable de algunos seres para que al quedar atrapados en determinadas circunstancias puedan siquiera maldecir in péctore al causante de su desgracia sin agravar su situación. Pensemos en el hombre común. No debe despojársele del derecho a pensar barbaridades de los empleadores y autoridades aunque en legítima defensa les sonrían no solo a ellos, sino a la vida, aun cuando se los esté llevando el diablo. Tiene innegable validez la estrategia de esconder motivos y emociones tras una fachada de modales, tanto de cara a la gente como a las instituciones por aquello de que, de todos modos, para el poder (político, económico o religioso) cuidar las apariencias es un deporte. Callarse, contenerse la explosión, constituye muchas veces un triunfo de la civilización sobre el impulso primario a querer exprimir por vía directa a un interlocutor.