La partidocracia nacional, que suele llevar una etiqueta de supuesto juego democrático, en los hechos a veces necesita de reglas de nivel primario para que se logre alguna garantía de paz y respeto entre sus participantes. Los líderes de los grandes partidos se agreden intensamente con el verbo pero situándose a considerable distancia el uno del otro como si les embargara un recíproco miedo a la espuma hidrófoba.
Y luego no tienen más remedio que tomar disposiciones con sentido práctico y respecto de la ubicación de sus tropas y adherentes. A dónde vayan unos no deberían aparecerse los otros y viceversa.
Durante el pasado fin de semana, la geografía provincial dominicana presentó una diversidad cromática asociada al proselitismo; y mientras en un sitio como Barahona (pongamos por caso) era el buey el que halaba y los cuentos chinos de los mítines y caravanas resultaban de una sola tonalidad blanca, en Peravia los únicos rugidos que se escuchaban eran los de la enseña morada, que probablemente se hacían acompañar de ofertas diversas para que en medio del frenesí clientelista de las movilizaciones callejeras, alguna gente más se cruzara a los ámbitos del oficialismo, que vendrían a ser, a juicio de los chuscos del oportunismo, donde más pica el peje en estos días.
Los pactos inter-partidarios que buscan evitar que el agua se junte con el aceite, son una forma desesperada de ponerle frontera a las ferocidades que podrían aflorar de entre unas masas mal influidas por sus dirigentes. Una suerte de correctivo provisional en lo que llega, finalmente, la civilización. O se logra el ansiado cese de la retórica hiriente y descalificadora que reina con un viejo sabor a pre-modernidad, en agudo contraste con lo cibernético de las apariencias de progreso.