Érase una vez un planeta en el que la gente hacía y decía cosas a escondidas con solo quitarse un poco de la vista de los demás. Pero era que todavía no se habían inventado los vídeos de seguridad ni desarrollado la tecnología que rastrea ad infinitum el origen de las llamadas telefónicas, excepto, claro está, cuando las hace el famoso fugitivo José Figueroa Agosto.
Adolescentes que hace poco trastornaron por completo un aeropuerto dominicano con falsa alarma de bomba fueron puestos en evidencia a pocas horas del osado mensaje que supusieron anónimo. La última fea exploración de las fosas nasales que alguien hiciera poniéndose de espaldas al público, probablemente fue registrada por la vigilancia de la tienda en que estaba en ese momento. Su falta de urbanidad ha debido apenar a los dueños del negocio.
Y ya quisiera la esposa de equis caballero una copia de la parte del vídeo que captó la morbosa mirada que lanzó el susodicho hacia el trasero de la chica agraciada que les pasó por el lado cuando ambos salían de un restaurante. Una mirada de odio, con señas indecentes, contra el camarero que nos trajo la sopa fría y la cerveza caliente deja constancia. El espionaje corporativo no falla. Los bancos colocan cámaras por doquier para proteger su dinero, pero los gerentes se informan de paso de los clientes que miran más el escote de las cajeras que a las papeletas que ellas les cuentan.
Sobre los clientes se enteran también de las malas mañas de rascarse donde no deben a que algunos recurren cuando suponen que no los están mirando. Cuando sólo era Dios el que todo lo veía, uno se sentía con más privacidad.