En el Manual del Buen Mediador deben aparecer con toda seguridad unas instrucciones para alcanzar la mayor versatilidad posible en el manejo del rostro. Una cara cordial, receptiva y equidistante para las dos partes que estén en conflicto aunque alguna de ellas mereciera un severo truño. Como algunos estudiosos reniegan por completo de la imparcialidad per se como condición que el ser humano pueda alcanzar, habrá quien jure que no ha nacido todavía el componedor de entuertos que quede fuera de toda duda.
Es como si detrás de todas las fuerzas que caen en antagonismos hubiese que ver, y tomar partido, entre Dios y el Diablo, el aceite y el vinagre, la noche y el día. Imposibles de armonizar. Los escépticos no cesan de creer que sea quien sea el árbitro, y llámese como se llame, siempre podría tratarse de alguien que tiene mucho que agradecerle al Señor y que nada querría con su archirival de las tinieblas. De todos modos de vez en cuando debe aparecer alguien que se sobreponga bastante a sus muy subjetivas ideas de las cosas y de la gente para arbitrar con imparcialidad.
Presumimos que el Manual del Buen Mediador prevé incluso la posibilidad de que el subconsciente pueda arruinar cualquier gestión en ese ramo. Su texto recomendaría para evitarlo una desatención total a las influencias de aquella parte del conflicto con la que haya existido una inveterada coincidencia de criterios. Reclamaría obediencia total a una milenaria instrucción superior: al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Que así sea, con sotana o sin ella.