Algunas comparaciones resultan curiosas, como esa bastante socorrida de estos tiempos que consiste en equiparar al Estado, viciosamente gastador y descabellado, con el mini asunto de la economía familiar, por aquello de la capacidad de endeudamiento que, de manera elemental, no deben transgredir ni el gran fisco ni el modesto hogar. Los inefables voceros de opinión radiales y televisivos creen que al plantear este paralelo la gente entiende mejor el debate sobre si el gobierno puede desbordarse o no en tomar préstamos y lanzar dinero a circular.
Pero en verdad se trata de una simplificación de irritante contradicción con la realidad. Los negocios de arcas inmensas, como la Cosa Pública y los bancos pueden, en efecto hundirse, mas no sus administradores y dueños. Aun cuando fueran castigados como consecuencia de sus actos, de irracionalidad o mala fe, el bollo de las quiebras y sus costos pasa a la cuenta de los contribuyentes. Para los causantes de estropicios de tal magnitud solo existiría, si acaso, un breve y dorado apremio corporal sin detección confiscadora de bienes estratégicos que prudentemente sacan de circulación tan pronto sus barcos comienzan a hacer agua. Cuando el individuo ordinario se pasa de líos cogiendo fiado o dispendiando, puede perder su república particular, que es la casa hipotecada.
La clausura de tarjetas de crédito y la iliquidez de su billetera tienden a cerrarle las puertas de los supermercados. Terribles situaciones personales que podrían terminar en suicidio. En cambio, las ruinas estatales y bancarias suelen resultar para sus autores una mera pausa para renovarse en protagonismos con solvencias situadas entre Lucas y Juan Mejía.